Todo fluye y termina,
la gente se acostumbra, toma el sol sin cuchara,
se hace vieja, se escribe un epitafio y sin ayuda de nadie
se acomoda de espaldas y se muere.
Los ríos en el mar,
el mar en la mirada ignorante de un reo hacia el patíbulo,
todo acaba en la nada
y de esa nada
participa la vida alguna vez.
Mientras tanto
formamos batallones sombríos de amanuenses que reinventan el cosmos,
nos ceñimos las nalgas de certezas abstractas y ademanes ambiguos,
se diría
que ser los moradores del mundo nos da ciertos derechos
que no están en la Ilíada ni contemplan
las doctrinas de Sócrates,
se diría, así mismo,
que es normal que los cuervos marinos se disfracen
de paloma continua y las estrellas
acumulen retraso tras retraso;
y al final
si no salen las cuentas y nos falta el azúcar, es lo mismo,
sonreímos a oscuras y endulzamos con baladas sintéticas.
Y así, mientras perdura el milagro y la mano de Dios es mecanógrafa,
conseguimos hablar, crecer, vivir
a base de analgésicos.
Pero habrá quien te llame al teléfono una noche
y verás que la muerte casi nunca
se equivoca de número.