AmparoIglesias

Las luces de París.

No puedo ni siquiera echarte de menos como me gustaría.
Ha pasado tanto tiempo desde que decidiste dejar de relacionar el buen sexo con la encimera de mi cocina, que no consigo ya recordar en que minuto me arrancabas el orgasmo.

¿Cuántos timbres dejaba sonar mi teléfono antes de descolgar?
¿Cuántas palabras necesitábamos para empezar a no necesitar ninguna?

Y mi memoria no es más que un lago con agua tan insípida, incolora e inodora como lo somos tú y yo cuando nuestros kilómetros se acuestan con otra distancia que no es la nuestra.

Podría escribir cuanto te echo de menos, confesarte que tus ojos siguen clavados en mi nuca y que he vuelto al tabaco porque estaba hasta los cojones de fumarme encima.

Hasta podría contarte cuantas espaldas he arañado pensando en tu piel.

Pero no lo haré, porque todo eso sería ponerme demasiado en evidencia. Un cartel luminoso en las bragas
reconociendo que del obligo para abajo te añoro aún más, si cabe.

En lugar de eso me he comprado un calendario nuevo.
Sin cruces, sin viajes previstos, sin planes de futuro.
Y te prometo que es la primera vez que he conseguido percatarme de la inmensidad del tiempo, con lo corto y pasajero que me parecía cuando quería compartirlo contigo y con tus miles de lunares.
Ahora me parece un precipicio y las agujas del reloj me apuñalan por la espalda mientras nuestros besos reviven en segundos distintos y ya no se hallan nuestras bocas.
Una puta disfrazada de desamor.

Dicho así, suena hasta poético, y es que yo nunca he negado que recién levantado tuvieses un aire de poesía francesa; de aquella que una bibliotecaria tímida lee en sus momentos más íntimos.

Pero hacer verso a alguien no siempre es recomendable, sobre todo si ya no queda nada.
Como si tu gramática se proclamase en huelga cuando quieres follártela en otros recuerdos que no son con él; en otra realidad que no le representa. En otra versión de ti misma que como todas las demás no puede escapar de las historias a medias.

Entonces estás tan perdido como cuando te lo tiras con calcetines y te sigue pareciendo infinitamente sexy.
Así, del mismo modo.

Creo que es ahí cuando empiezan a sobrarte todos los domingos y todas las canciones tristes.
En ese punto ya no están encendidas ni las luces de París.