Sus gemidos han sido siempre la mejor manera de desprestigiar a la soledad.
Y sus cicatrices la forma más eficaz de acabar con el desahogo espacial de mi memoria.
Allí donde antes no había más que polvo (s), ahora estaba él.
Era inevitable echarle de menos cuando se alejaba, porque hasta mis letras se marchitaban y dejaban de hacer la fotosíntesis.
Algo así como echarme de menos a través de su ausencia.
Nos hemos conocido y perdido tantas veces en la misma semana, que terminé con la irremediable necesidad de quitarle dosis de dramatismo a todas sus huidas.
Cuestión de supervivencia.
Y es que nunca supe que hacer con él cuando empezó a importarme.
Cuando de madrugada el amor eterno nos embriagaba, solía decir que se quedaría siempre.
Y siempre estaba vacío.
Podían ser todos los lunes del resto de mi vida.
O siempre que no se cansara.
Tal vez siempre que una morena despampanante no le pillase con demasiadas copas encima.
Quizás siempre que mi pelo siga siendo tan rubio que le recuerde a la cerveza, y las birras entre amigos confundan su camino de vuelta a casa, y acabe en mi portal con los pantalones por los tobillos.
Tan rubio como las riquezas que todos ansiamos en nuestros sueños de críos: rubio oro.
Otras veces no sabía decirme cuando iba a irse, o cuando volvería. Y yo trataba de no usar demasiado el teléfono, por si llamaba y se encontraba con que nuestro amor comunicaba.
Los paquetes de cigarrillos me parecían veinte interminables formas de matarse lentamente desde que no los compartíamos.
Veinte menos siete días que llevaba sin contaminarme, daban un trece, el último martes trece del polvo de la mala suerte.
Y se fue. Y esta vez está tardando tanto en volver, que mis días se hacen letras, porque nosotros hace demasiado que no nos hacemos el amor.
El verano está a punto de llegar y dentro de mi hace más frío que en cualquier punto de Siberia.
Un amor de verano, pero sin verano y sin amor. Menuda forma de cargarse los tópicos.
Menos mal que el universo lo seguía conservando, empezaba en la parte de arriba de la costura de su bragueta y acababa en sus rodillas, balanceándose mientras tarareaba alguna canción de Sinatra.
A veces me miraba como si yo fuese la solución momentánea a sus problemas y otras, quizás, el problema en sí.
Y me quitaba las bragas con la promesa de no quitar más que las mías, y yo le creía, porque el amor siempre nos lleva a creer estupideces para poder seguir respirando.
Tenía los ojos más intensos que haya visto jamás. Tanto que no necesitaba que fuesen azules o verdes, porque si te concentrabas podías ver atrapado en sus pupilas un mar de color coca-cola.
Cuando volvía y veía las consecuencias de todos estos días a la deriva, me trataba con la misma dulzura que un doctor pone en su paciente más débil; con la paciencia de un arquitecto para reconstruir ruinas.
La culpabilidad era la mejor parte de sus huidas; le obligaba a pasar días durmiendo abrazado a mi, como si más allá de nosotros no hubiese mundo, y todo cuanto nos quedaba era una cama de dos por dos que conocía nuestros vaivenes y su bipolaridad sentimental.
Cuatro paredes que sabían que la rutina podía resumirse en follar con calcetines.
Pero ahora hace ya mucho que se fue.
Y le escribo para contarle que cuando otras pupilas se clavan en mi escote con la misma intensidad que ponía él en adivinar el sabor de mi mermelada preferida, yo le veo.
Le veo en el reflejo de todos los ojos que me miran, como una historia de oro al fondo de sus sueños de crío.
Vuelvo sola a casa sin responder al teléfono, a ver si le va a dar por llamar y se encuentra con que nuestro amor comunica.
Y deja de intentarlo.