Gabriela, amiga, mi primogénita, llamada así en honor de la egregia poetisa chilena, y que entonces era una rolliza niña de cinco años, me dijo un día, reflejada la inocencia en su carnoso rostro:
-Papi, ¿se puede admirar a un hombre?
Sin reponerme todavía de la sorpresa sacié su infantil curiosidad:
-Sí, hijita, si se trata de un gran artista, un político, un...
No había concluido de responder, cuando Gabri, con ingenua sinceridad exclamó:
-Yo admiro a Salvador Allende.
¡Oh, divina ingenuidad de los niños¡
Desde el 2 de noviembre de 1973, año del asesinato del mártir del palacio de la Moneda, mi hijita ha añadido a los muertos de la familia el nombre de Salvador Allende y le enciende su velita, en recuerdo a la memoria del egregio presidente chileno que murió defendiendo sus ideales.
No me preguntes, amiga, si Gabri, ya una mujer adulta y con un hijo, continuó esa devoción.