Un atardecer de marzo, paseaba a lo largo de un valle en silencio. No oía la música de los pájaros, el ladrido de los perros, el murmullo del viento, el aleteo de las ramas de los árboles, el crujir de las rocas y el baile de las aguas del río. Tenía mis oídos tapados.
El cielo era azulado virando a púrpura. Se veía el sol como una oblea amarilla que irradiaba hilos dorados sobre el valle. Las nubes rojizas como manchas de sangre.
Caminaba contemplando el extraordinario paisaje. Las montañas ascendían pobladas de verde follaje con formaciones rocosas entre ellas. El campo de amapolas lucía como una alfombra. Los árboles con sus redes floridas, danzaban al compás de la brisa. Había andado a lo largo de un camino arenoso y atractivo mirando el impresionante horizonte. Veía el baile de las aguas de los ríos, el espectacular salto de las cascadas, el divertido juego de los pájaros y la juerga de los perros. Me sentía fascinada.
Me había sumergido en mi mundo interior, pensaba y sentía un arco iris de emociones, un naipe de variados pensamientos, desde la contemplación del paisaje hasta mi sosiego personal, un conjunto de monólogos, un puzle de sentimientos que oscilaban desde mi sordera frustrante hasta la alegría exaltante de contemplar la naturaleza divina.
Mi silencio es como un pájaro que vuela, se desplaza sin captar ningún sonido, observa el hermoso panorama , se impresiona, se asienta en la copa de los árboles, salta de rama en rama buscando su bienestar, canta sus odas, se apoya sobre mi hombro con cariño y anhela ser amado.