La casa y yo sufrimos
idéntica quietud, somos a un tiempo
espectador y cómico,
galán y figurante,
conservamos intacta la vejez y hemos perdido
las huellas dactilares.
Pero ahora sabemos que el precio de vivir son los fantasmas
que nos irán saliendo, que a la larga es muy caro
guardar remordimientos y pensar que es posible comprar felicidad
a trocitos pequeños;
la casa y yo
festejamos la fecha de nuestro aniversario
acostándonos juntos,
deseándonos juntos como hermanos
de un feto distraído.
En la vida real somos lo mismo que un poema y sus versos
y si yo estoy alegre ella sonríe,
si es ella quien se muere, yo estoy yerto:
no hay ventana ni miedo que no aviven mi rostro
ni hay estancia vacía que no guarde las lunas amarillas de mi infancia.
La casa y yo,
los muertos, las traiciones, la nostalgia y el tedio,
los sueños no cumplidos,
pero también la música, las palabras a medias, la longitud enorme de algún beso.