Cuando te conocí, bien mío, después de una larga búsqueda que duró un milenio, no te reconocí, ni mostré interés romántico por ti, ni te vi en mis sueños apesadumbrados, ni te imaginé mía, ni estabas en mi universo poético.
Pero la suerte, tantas veces contrarias a mis designios y en diminutas oportunidades a mi lado, tocó suavemente las puertas de tu corazón para acercarte tímidamente al mío, abatir esa invisible frontera que divide a la amistad, en nuestro caso incipiente, y el amor, ese sentimiento rayano en la sublimidad que eleva a quienes se aman, sin pensar en la carne, hacia planos superiores que sólo pueden disfrutar los elegidos.
Y tú, bien mío, fuiste elegida por el dios del amor para que me amaras.
Y yo, bien mío, fui elegido por Eros para que te amara sublimemente.
Y se hizo el prodigio del amor.
Y estabas tan cerca de mí, bien mío, y no te veía, aunque recorrí escabrosos caminos en una aventura demencial para hallarte y fracasé en los miles de intentos que hice para realizar mi sueño de amor.
Y fuiste tú, bien mío, quien me halló, cuando me creía abandonado de la suerte.
¡Divina suerte que me premió contigo como recompensa a tantos sufrimientos padecidos justo donde nuestras almas se unieron.