No. Yo no quiero pensar en la muerte.
No en esa muerte con la que acaba todo.
En esa palabra oculta y prohibida
en todas las preguntas.
En esa extraña palabra que encierra
lo desconocido y al mismo tiempo
lo más certero que tenemos en la vida.
Yo me río del empeño de la muerte
por acabar con todas las cosas.
La muerte no es más
que una etapa de la misma vida.
El fin que marca otro comienzo.
¿Miedo? No le tengo miedo.
Me da más miedo el dolor de la carne,
el dolor del cuerpo cuando se convierte
en un envase que no sirve.
Pero pienso también que si el alma
es fuerte y está en paz...
será más fácil tolerar cualquier dolor.
Yo no quiero pensar en la muerte.
Prefiero pensar en la vida
después de la vida.
Prefiero pensar en el amor
que sobrevive a cualquier ausencia.
Prefiero pensar en la huella
invisible de mis pasos,
en los recuerdos que construyo
como un alfarero.
En las palabras como ecos
que retumbarán en los oídos
de quienes las escuchen.
En las caricias que emigraron
como aves sedientas
en busca de otras almas.
La muerte sólo es una transformación.
Hoy estoy atrapada en éste cuerpo,
pendiente de todas las cosas...
atenta a todas las batallas
de un ir y venir por un camino incierto.
Hoy estoy encerrada en este cuerpo...
que no me permite a veces ir muy lejos.
Atada a cuestiones materiales,
aún sin quererlo.
Porque aunque no me importe mucho,
el hecho de vivir implica
acatar algunas reglas.
Sobrevivo a veces,
otras estoy viva.
Soy una oruga que en silencio
prepara sus alas.
Estoy en mi capullo, alimentándome.
Algún día... estaré lista
y emprenderé ese esperado vuelo.
Los seres queridos que se mueren,
sólo emprenden un viaje
al cual no podemos acompañarlos.
Pero nos dejan parte de la vida
que compartieron con nosotros
en un rincón del corazón.
Y sólo se llevan de equipaje nuestro amor.
Y el amor, amigos, no es otra cosa
que las alas que se necesitan
para llegar hasta Dios.