La doncella era purísima e inocente como las flores con las que solía jugar en el más deleitoso jardín. Hasta que en un veraniego día ella fue observada por él... “el invisible”. El dios del inframundo se enamoró en el instante.
Fue seducido por los cabellos con brillo de sol, los ojos penetrantes y profundos, los pequeños pechos adolesentes, los muslos firmes, los brazos firmes, el vientre firme, la piel de miel... y hasta la sombra sutil de la doncella consiguió seducirlo.
Él no logró resistir sus bajos instintos. Al siguiente segundo ya se había adueñado de una fina cintura que trasladó con lujuria a la morada de los muertos.
La deseaba, ansiaba poseerla, con deseo ansiaba fusionarse con el cuerpo de la jovencita que lloraba sin cesar.
Pero entonces él acarició con ternura la rosada mejilla de la damita que por sorpresa cesó de llorar.
Así el dios del inframundo la amó en el instante. Así la doncella entendió su destino, ella sería la virgen y la mujer - la inocente y la culpable.
Las deidades se besaron y se abrazaron apasionadamente, el negro y el blanco se fusionaron.
La damita aceptó que le arrebataran la pureza y la inocencia por placer. Placer que recibió cuando se entregó en cuerpo y alma. Sangre, ritmo, sudor, caricias, susurros, gemidos y más gemidos. Sí, hicieron el amor... y una diosa fue poseída por el demonio.