Yo,
el que duerme por tus ojos,
el que corre por las eternas piernas que les prestas,
el que recita sólo las estrofas aquellas
aprendidas en remotos momentos:
ese romance que tuvimos con el preciso vino azul;
yo,
porque tus manos son dos cuevas de madera blanca,
vengo a tu sombra y digo:
no lloraré;
la fiesta ha terminado.
Nada vale la pena
si estás tan lejos y perdido,
tiritando,
bajo los capiteles de la noche
o en los arcos claros de la mañana.
Dame la libertad.
La necesito.
Para construírte cercano a mí,
he de buscar la tierra más oscura.
El mar más temeroso es un niño sobre sus olas altas,
el fragor del volcán besa los campos...,
y todos los misterios del mundo
son inciertos
cuando tu cuerpo me llama.
Quiero estar cerca de tí
y a la vez lejano.
Una definitiva plenitud
nos sostiene
en el recuerdo de nuestro goce engañado.
Volverá la mañana,
pero no volverá el zumo rojo y musical
del sendero por el que andábamos juntos.
Adiós,
déjame en paz con tu recuerdo;
no lo quiero, abjuro de él,
quiero un río fresco,
quiero ser libre...
(y aún mi corazón percibe
lo que podría haber sido
nuestro latido antiguo,
el sujetar las caricias con mis manos
en las habitaciones azules,
la voz que se ensanchaba
hasta llegar al borde de tus oídos...)
G.C.
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