Siempre quise escribirte,
pero nunca me animé,
si me preguntas por qué,
no sé que voy a decirte.
Yo era casi una niña[1]
cuando te fijaste en mí,
mi madre era dominante,
no me dejó decidir.
Que eras muy trabajador,
responsable y comedido,
que no había que elegir,
que eras muy buen partido.
Hicieron todo tan rápido
que, cuando me di la cuenta,
yo ya era tu sirvienta,
tu esclava y tu mujer.
Sí, nos habían casado, pero
¿y eso: qué?, ¿acaso yo lo quería?,
simplemente no sabía
mi derecho de mujer.
Después con tanto quehacer,
más los hijos que vinieron,
no podía ni pensar;
y el tiempo empezó a pasar.
Al principio no entendía
que era tu prisionera,
nada que yo quisiera
para mí, estaba bien.
Me obligabas a vestir
las ropas más anticuadas,
y de maquillaje ¡nada!
ni amigas a donde ir.
Sólo obtenía placer
a veces, de tus excesos,
en los pocos ratos, esos,
en que no solías beber.
Y me decía mamá,
¡que mis primas me envidiaban!,
(pero yo me preguntaba,
que me envidiaban, ¿por qué?)
Cuando te compraste la moto
ni me animé a subir,
siempre te tuve miedo,
(para qué te voy a decir).
Cuando mi tía me trajo
de Buenos Aires, un día,
un maquillaje completo
y me lo ayudó a poner.
Pensé que tal vez vendrías
temprano, para comer,
pero viniste bebido
y cinco horas después.
Me dijiste enojado
que parecía prostituta,
que si quería, me pagabas;
yo solamente lloraba.
Y empezaste a romper
muy despaciosamente,
botellita, pincelito,
la tapa y el espejito.
Ahí te tomé ese miedo,
que hasta ahora te tengo,
porque eres bruto, ignorante,
y no conoces respeto.
Con la radio y con la escoba,
me querías hacer feliz,
y me empecé a acostumbrar
a no llorar… ni reír.
Tal vez fue por esto último
que compraste una “tele”.
(o para mirar los partidos,
o para entretener los nenes)
Quizá pensaste que yo
miraría dibujitos;
pero otra cosa miré:
Programas para mujeres.
También por seguir novelas
y apreciar otras culturas,
supe que mi vida era:
¡una esclavitud muy dura!
Y comencé a pensar,
y comencé a soñar,
y comencé a creer
que me podía liberar.
Pero no me liberé,
seguí viviendo contigo,
aunque realmente hacía rato
que tenías otra mujer.
No sé como sucedió
o si lo estuve buscando,
no fue tampoco venganza
ni lo hice por rencor.
Yo hasta te tomé cariño,
pero el cariño no alcanza
a la hora del amor;
y otro hombre me encontró.
Sí, porque yo estaba perdida,
como olvidada de Dios,
como seca, como vieja,
¡como enterrada en vida!
¡La puta que lo parió!
Hoy te escribo estas líneas
porque ya me decidí;
los chicos se hicieron grandes
y uno está en Buenos Aires.
¡Y me voy a ir con él!
pero quiero confesarte
antes, un par de secretos
y con quien te fui infiel:
Con tres de nuestros vecinos,
con tu socio, tu amigo,
y hasta unas cuantas veces
con Pedro que es tu primo.
Ya no me queda respeto
ni para verme al espejo,
los dos nos hacemos viejos
y algo tendré que hacer.
Te voy a abandonar,
me voy a ir a mil quilómetros
para no volverte a ver,
¡no me vayas a buscar!
Aunque sea estos pocos años
que me quedan voy a ser:
simplemente una mujer,
¡libre como me hizo Dios!
¡La puta que lo parió!
[1] Otra forma de esclavitud que aún existe en algunas partes del mundo más, en otras menos, es la de llevar niñas o adolescentes al matrimonio con hombres que no son queridos por ellas (a veces ellas ni siquiera quieren casarse). Éste que presento hoy es un caso real, aunque la carta es obra mía y en la realidad la protagonista no se fue a ninguna parte, sino que sigue con su marido (y sus amantes también) aunque hoy por hoy, un poco más alegrada por la llegada de los nietos.