Cae la tarde en su aposento
de tules irisados, cómplice, silenciosa.
Detrás del ensangrentado perfil
de la ciudad a contraluz,
la luna sonrosada teje con impasible calma
guedejas oscurecidas.
Allí estaba ella acaecida de penas, etérea,
caracola muda, virutas de nácar
morena niña
disimulando la urgencia en sus manos
por tocar el vientre de ese bosque de sal
que a sus pies aplaude sonoro
la locura que desborda su mirada,
clepsidras urgentes en su ritual de agua
se empeñan en marcar la hora de la despedida.
Abandonada va, de arena…
abrigada por el cendal de las sombras
mordisqueando temores definitivos
con lentitud de atardecer,
solo la distancia eterna es su destino final.
Da mil vueltas
al pañuelo que adorna su cuello
y aspira aquel perfume hasta agotarlo,
de pino verde,
ese aroma agita en su memoria
todo el campo del sur
y los recuerdos bruñidos en sal liquida
para volver a vivirlos por última vez
nuevitos y lustrosos.
Mientras aquella voz en sus oídos
la destroza y vuelve a unirla, la mata y la revive
la sostiene en vilo luego la lanza al vacío,
prende fuego a la ciudad llamada libertad.
Un hombre la vigila de cerca
sostiene en sus manos
una aguja de plata dispuesta a remendar
pero ella esquiva sus ojos erguidos,
resiste ese brillo que enciende el horizonte
en blancas llamas
dibujando gaviotas nuevas en el aire,
¡Qué atrevido es ese que va borrando
las gradas del precipicio! que no le deja ir...
se esfuerza en recordarle de algún lado,
en lo más recóndito del alma le devuelve la mirada
el mismo hombre, ese de antiguas alas.
Alejandrina