Raúl Daniel

Bullying, maltrato escolar (Cruzada por la vida)

Una amiga que se recibió de psicopedagoga me pidió, para anexar a la tesis de su licenciatura, que le redactase una carta con lo que le había estado contando de mi niñez, a propósito de su comentario del tema elegido para exponer. He aquí la carta:

 

San Lorenzo, 6 de setiembre de 2010

 

Estimada Celia,

Sobre el “Bullying” que me tocó sufrir:

 

Me pediste que te redactara por escrito lo que te conté días atrás, y bueno, aquí va:

 

            Todo comenzó porque mi madre me envió un año adelantado a estudiar en una escuela privada, haciéndome luego rendir el primer grado libre en una estatal, por lo que estaba cursando con niños de ocho años de edad, teniendo yo solamente siete.

 

Esto no fue tanto problema al principio, pero con el tiempo algunos de los niños solían molestarme por varias razones o motivos. Uno era por envidia, ya que una de mis tías, que también era mi madrina, era la portera del establecimiento y cada día me llevaba algo extra para mis recreos, a veces eran frutas, a veces galletitas o sándwiches. También por la amistad de ella con algunas maestras, se notaba la deferencia que tenían para conmigo.

 

Las formas de acoso a las que varios de mis condiscípulos me sometían eran las conocidas de empujones, zancadillas, “tuques” o “coños” o robarme las meriendas; ya en grados superiores, cuando escribíamos con tinta (no existían aún las biromes) usábamos tinteros y plumas metálicas, siempre empujaban mi codo o el banco para que se me manchara el cuaderno o hiciese un rayón, mi guardapolvo estaba siempre con manchas de tinta que no veía día en que no tuviera algún accidente, obra de la maldad de alguno de los niños.

 

Es que yo, con un año menos que todos, fui siempre el más vulnerable. Como consecuencia  me creía un cobarde y hasta de adulto mi autoestima en esta parte de mi personalidad, sufría de muy bajo nivel.

 

Mi rendimiento escolar era mínimo, por lo que las maestras me creían algo infra dotado, teniendo lástima por mí. Siempre me atrasaba en las materias y debía rendir exámenes en diciembre que indefectiblemente aprobaba. Cuando en el quinto grado (que equivale al sexto de ahora) tuve que rendir Geografía, Historia, Castellano y Matemáticas, todo en una misma semana, teniendo solamente una semana previa para prepararme, sucedió algo que sorprendió a todos. La calificación era hasta 10 (diez = sobresaliente) y ¡quité diez en cada una de las cuatro materias! Años después haciendo retrospección sobre este asunto, entendí porqué a medida que iba pasando los exámenes, aumentaban la cantidad de maestras que concurrían a éstos, llegando en el último a la presencia de la totalidad de las docentes, es que todas creían que yo era un infra dotado y, para más, pasó que la bruta de la directora de la escuela, que tenía más de sargento de ejército que de pedagoga, me retó alevosamente diciéndome que yo debería ser el abanderado de la escuela y orgullo de mi tía y de todos, siendo en cambio la vergüenza, y que me había estado burlando de todos ellos (¡pobre ignorante!)

 

Yo continuaba mi triste niñez sin que nadie se diera cuenta de cuanta falta me hacía la atención y el afecto de mis padres que eran un perfecto par de ineptos, sólo interesados en sí mismos, mi padre con tres trabajos, sólo pensando en hacer plata, mi madre que me había tenido a sus dieciséis años, cada uno con tercer grado cursado (ni aprobados) y sin saber nada de nada.

 

Mi madre era hipocondríaca, esto es que se creía siempre enferma de algo aunque no lo estuviera, cuando ya fui mayor, sus mismos médicos me lo informaron. Ella tenía muchos remedios, qué, por esa época en que no estaban tan desarrollados los envases plásticos, venían mayormente en botellitas de vidrio. En mi soledad, jugaba a que era un químico y obteniendo diferentes colores de la ralladura de lápices, los combinaba y pasaba en esto varias horas. Uno de mis compañeros de escuela que también era mi vecino y uno de mis intimidadores, solía venir casi todas las siestas a continuar su maldad a domicilio. Lo que hacía era romper mis botellitas, fingiendo que se les caían. Yo lo sufría en silencio.

 

Pero un día mi padre vio esto y comprendió el abuso al que mi “amiguito” me sometía, y, en su pobre razonamiento me amenazó diciéndome: -“O vos le das la biaba[1] a ése, o yo te la doy a vos”. Yo quedé pensando que me convenía enfrentar a mi par y no recibir castigo de mi papá, porque me dije, “a mi papá no le puedo hacer nada, pero a Salvita (así era el mote de mi compañerito) le voy a pegar alguno aunque más no sea”. Daba vueltas en mi cabeza eso de “el que pega primero, pega dos veces”.

 

El siguiente día, a la siesta me puse a esperarlo en la puerta de mi casa, sentado en el escalón... cuando llegó junto a mí y me dijo “hola”, yo me levanté y lo recibí con un “gancho” de derecha ¡lo más fuerte que pude!

 

Y después no recuerdo más nada. Cuando reaccioné estaba en el salón comercial de una colchonería que pegaba con mi casa, siendo sujetado por cuatro personas, cada una por una de mis extremidades y tratando de sentarme en una silla; los cuatro no podían conmigo, y reaccioné de mi furia inconsciente cuando una de las vecinas me arrojó el agua de un balde en la cara.

 

Lo que te relato a continuación no son mis recuerdos, sino la reconstrucción de los hechos, juntando los relatos de los varios testigos. Mi hermana, dos años menor (yo por los diez y ella ocho) escuchaba que golpeaban un automóvil que siempre estacionaban bajo el árbol que estaba en nuestra acera. Salió a ver qué era, y me vio ahorcando a Salvita a la vez que levantaba su cabeza y la azotaba contra el capot del auto. Ella, que era testigo del maltrato que a veces sufría comenzó a gritar: -“¡Dale gordo, matálo!”… Imagínate el cuadro, él ya no respiraba, realmente lo estaba matando y ni siquiera era consciente de lo que estaba haciendo. Gracias a Dios que mis vecinos estaban en su salón y a los gritos de mi hermana acudieron varios y salvaron a mi víctima, unos ¡le tuvieron que hacer respiración artificial! mientras los otros me atajaban.

 

Claro que ya nunca más nadie me molestó en el barrio ni en la escuela.

 

Pero yo seguí con traumas y secuelas hasta mi madurez, porqué mi autoestima seguía por el suelo, y, las dos veces más en que peleé en toda mi vida fueron a muerte, o sea que yo siempre he aguantado la presión, pero cuando me enojo, ya le quiero matar y lo procuro. Gracias a Dios que las tres veces se salvaron por intervención de terceros.

 

Revisando mi vida ya hace bastante, y gracias a mis estudios de Consejería Cristiana, he podido comprender que en ninguna manera fui cobarde nunca, porque he realizado tareas que solamente los valientes hacen, como vendedor domiciliario y mensajero cristiano en las peligrosas villas-miserias de Argentina y Paraguay y favelas de Brasil. He realizado viajes por lugares inhóspitos  y caserías nocturnas en montes, además de muchas más que no te relataré en ésta. Pero cuando era un niño y todos mis pares eran mayores y más fuertes que yo, me sentía un pusilánime, era retraído hasta una timidez casi patológica. Gracias a Dios que era muy lindo de facciones y las chicas me decían que sí rápidamente cuando por fin me animaba. Toda mi juventud fue una lucha frontal contra la flojera que me imaginaba que tenía.

 

Para finalizar te contaré la pesadilla que me perseguía durante mi niñez y pubertad.

 

Era desesperante, en mis sueños (que se repetían muy frecuentemente), sucedía que las líneas que se forman en el piso por los mosaicos o baldosas, se transformaban en finas pero muy resistentes cuerdas que subían a varios centímetros del suelo, yo me veía generalmente en una plaza, tratando de avanzar con tal dificultad... Pero lo peor era que me perseguía un gigante del que trataba de escapar, nunca me alcanzaba, pero yo, aterrado, lo sentía todo el tiempo respirando a mis espaldas.

 

Gracias a Dios que esto fue todo y no maté a nadie. Ahora entiendo bien lo que pasó, y por fin me valoro con justicia y soy feliz.

 

Lástima que ya tengo sesenta y cuatro años.

 



[1] Paliza.