Gracias, Señor, porque sordo no fuiste
Al clamor de mi súplica sincera
Y el milagro de la salud hiciste
Para que el cuerpo enfermo más no fuera
La sinrazón del sufrimiento hiriente
Que tortura a las almas generosas.
Fuiste, Señor, tan dulce y complaciente
Que en mi jardín sembraste primorosas
Y castas flores de fragancia ardidas
Para adornar el alma que venció
Con su fe la enfermedad que pugnaba
Por hacer más profundas sus heridas.
¡Oh, Señor, tu santa voluntad dio
Misericordia a quien en ti confiaba.