El hombre libre
Acercas la mañana a tu ventana
como quien a su boca acerca un fruto,
la muerdes, la desgranas, viertes zumo
sobre la gris ciudad en la que cantas,
pocos advierten tu alegría plena
de ver nacer sobre la luz el horizonte,
sobre los montes la heredad de blancas nubes
y adentro de ellas los espermios de la lluvia.
La vida nada más sigue en su rueda,
atónita, enclavada en sus deberes,
los niños la revuelven como el viento
que le levanta las faldas a las monjas de la plaza,
los más pagan sus cuentas, detienen esos buses
que los llevan y traen nunca se sabe adónde,
pero que igual regresan cada vez más cargados
y más raudos por no perderse un nuevo tedio.
Al sol tampoco importa que le abras y sonrías,
que cuelgues tu camisa tras cambiarla por banderas,
que salgas sin apuro a tu lugar en la cadena
y que una vez allí seas quien pide que nos abracemos.
Acaso a ti tampoco te importe que lo cuente,
que cante tus hazañas de simple transeúnte,
de hermano que no muere porque aquí queda alegría
y sueños que atrapar como a los peces de la cena.
A mí me admira el mar de tus cabellos despejados,
el trigo de tu piel que se perfuma en la molienda
de un día y de otro día en que forjar la harina humana
y que sencillo va sin pedir nada a nuestra estrella.
Se trata pues de alzar, con la esperanza que nos queda,
el gesto del valor ante las hordas de dormidos,
de presos de su sien, de estáticos viajeros,
que no comprenderán que en esta esquina crezcan bosques,
que bajen de un avión las mariposas de colores
y que de las estatuas nos ofrezcan un café caliente.
Acercas la mañana a las ventanas de tu pueblo
y escucho sonreír al porvenir que en ti palpita,
no existo, te dirá, soy sólo el pulso de tus olas
y en ti comprenderá que ya lo sabes, pues por eso
en tus espaldas cargas todo lo que nos preocupa
y todo lo que libremente
nos permita conquistar la dicha humana.
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02 09 14