Hoy me desperté pensando en ella.
Desayuné y la vi enfrente de mí con una sonrisa hermosa como siempre.
Traté de olvidarla por un rato en lo que me concentraba en mi trabajo pendiente.
Más sin embargo, fue imposible…
Al llegar a mi clase, la vi sentada en una banca, corrí a saludarla pero me percaté que no era ella.
Soy tan idiota, ella ya ni siquiera vive en la misma ciudad que yo.
Terminaron las clases y salí pensando en ella.
Casi me atropella un automóvil por tener la mente en otro lado.
Llegué a mi casa y comí algo; recordé su hermosa voz y el olor a quemado cuando trataba de cocinar.
Cociné algo, soy buen cocinero y me preparé un par de sándwiches italianos.
Para cualquier persona hubiera dicho que estaban deliciosos, pero a mí me sabían a saliva.
Ella no cocinaba bien, pero su comida, aunque a veces me enfermaba físicamente, me encantaba porque sabía a gloria.
Tiré aquel sándwich que tardé en aprender a hacerlo alrededor de 5 meses.
Sabía a amargura, me tiré en el suelo.
Mi política, inculcada por mi padre y mi abuelo, siempre fue de “Los hombres no lloran”, pero en ese momento estaba destrozado, aniquilado y no me quedó más remedio que llorar amargamente.
Me quedé dormido.
Desperté a la mañana siguiente con el cuello adolorido.
Pero no me importó tampoco me levanté.
Pasó media hora y la alarma de mi reloj sonó para ir a la escuela.
No quise ir, no tenía ganas.
No me levanté hasta que mi estómago gruñó alrededor de cuatro horas después.
Me hice un cereal con leche, no quería algo grande.
Igual, me supo a cenizas.
No terminé de comer y encendí la computadora.
Traté de despejar la mente con trabajo, pero no tuve resultado alguno.
No escribí nada en todo el día
Cayó la noche y me llamaron por teléfono.
Era mi amigo, mi casi hermano preguntando que por qué no fui a la escuela.
Me siento mal, le contesté y colgué de golpe.
Honestamente, cogí el teléfono apresuradamente pensando que era ella.
Mi vida se volvió vacía y monótona.
Ya no quería seguir vivo.
Pero tampoco quería morir.
Me levanté y tomé mi gabardina para salir a dar un paseo.
Estaba temblando y no tenía ganas de caminar, pero sabía que me haría bien.
Al abrir la puerta noté que alguien estaba afuera.
Esos pies los reconocería donde sea: era ella.
No supuse que tocaría, pero lo hizo.
Quería abrirle, pero al mismo tiempo no.
Me escondí detrás del sillón.
No sabía por qué estaba aquí ni que quería; hasta que me llegó a la mente que se le había olvidado algo cuando se fue de la casa.
Tocó de nuevo a la puerta y fui a abrirle.
La vi y me abrazó llorando.
Mi dolor termina con una puerta cerrándose tras nosotros.