Sólo me queda una gota de sangre,
una roja inquieta gota de sangre.
Sólo su sabor, su bronca suave, su ronco sonido.
Esa gota quiero que nadie me la quite,
que su frontera termine
donde mi grito alimenta las márgenes de la vida,
donde la noche solitaria me convence,
donde la risa, un rostro a construír
definen el tiempo inmediato de la duda.
Más allá el misterio no alcanza;
es la voz que nunca terminamos de escuchar,
la fotografía opaca de un domingo,
las sillas desvencijadas junto a la mesa de enero.
(El tiempo tiene el umbral de la casa paterna.
Y la casa está dentro del mismo barrio de los sueños.)
De pronto nos hicimos viejos,
y la quietud envuelve, ese renunciamiento.
G.C.
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