Jamás, había volado, los aviones me aterran. Esto fue lo primero que me dijo, al sentarse a mi lado.
Permítame presentarme, soy Carlos Antúnez y este es..., uno de mis tantos viajes de trabajo, vivo entre los aviones, ellos son en la práctica mi hogar.
Como verán, a mis cincuenta, llego con buen semblante y damas distribuidas estratégicamente, según los aeropuertos.
A la bella señora que se ubicó a mi lado, al presentarme, le obvié el último detalle.
Ella, una mujer de cuarenta y algo, de esa belleza que nos gustan a los hombres, dijo llamarse Lucrecia, que se había separado recientemente y viajaba para procesar el olvido de mas de veinte años de matrimonio.
Por su apariencia y modales, parecía de ese nivel social que imaginamos bueno. Sus ojos de un color casi lila, me llamaban la atención.
Es extrañó, como en pocos minutos
Me contó su vida, que por tener escasos matices, ella la sentía vacía y quería capitalizar experiencias, que desconocía
Cuando le pregunté, qué le faltaba, qué quería vivir, ella no sabía que decir, quedaba con esos hermosos ojos anclados en el asiento delantero.
Al aviso que estábamos por despegar, Lucrecia, visiblemente nerviosa, pidió tomar mi mano. Traté de tranquilizarla mostrándome jocoso y soporté que apretara mi mano con desesperación, ignorando sus lágrimas, hasta que rompió en sollozos.
Comprensivo con ella, le tomé la mano con delicadeza intentando calmarla, mientras el resto del pasaje, me miraba con expresión desaprobatoria, como si fuese el origen de la pena de mi acompañante.
Tal era el escándalo, que la azafata se acercó más para ponerle coto, que por ayuda.
Cortante, le pedí algo fuerte, para la señora
Se sobrentiende algo como un whisky , nunca pediría un garrote para esa circunstancia.
Pasaron siglos, hasta que habiendo bebido unos sorbos de whisky, Lucrecia, se calmó mostrándome esos ojos llenos de brillos que hizo que mi corazón se derritiera.
Nunca tuve un viaje, en el que perdiera la noción del tiempo, hablamos tanto, disfrutamos de los manjares de la primera clase, bebimos champaña y nuestras manos viajaron unidas, agradablemente unidas.
Cuando me dijo que esperara, pues iba al tocador y la veía avanzar por el pasillo, mi imaginación recordaba las historias de fogosos encuentros en esos estrechos lugares.
Sonriendo para mis adentros, me convencía de que ya en tierra, quedaríamos en vernos en un viaje a lo inevitable.
Cuando regresó a sentarse a mi lado, continuamos conversando de las coincidencias de nuestras vidas y se veía complacida por mis ocurrencias.
Tanto me atraía Lucrecia, que en lo profundo de mi conciencia, me estaba dando por enamorado y ella me seguía viendo, con esa mirada fuera de foco, que me enloquecía.
Un rato después me enteré que la razón de su mirada, era la dificultad visual, ya que quiso leer el instructivo del avión y debió ponerse lentes.
Hasta con los lentes, me parecía bonita, esto encendió luces de alarma en mi mente de solterón súper controlado, pero debo confesarlo, aflojé las bombillas de las mismas y me entregué totalmente enamorado. Podía atreverme y asegurar, que Lucrecia era la mujer que derrotaría mi soltería.
Estábamos llegando a destino, cuando en un impulso descontrolado, le dije que sentía que la amaba y ella comenzó a llorar nuevamente.
Para evitar un nuevo bochorno, rápidamente la tomé por los hombros y le di un beso prolongado, como en las películas.
De mas está decir, que dejó de llorar y con espasmódicos ahogos, ella también me beso.
No puedo describir, mis sentimientos ya que me sentí como un adolescente al borde de un colapso.
Luego del interludio, que los demás pasajeros parecieron no ver, nos dimos las referencias de los hoteles que teníamos reservados, para ver luego de coincidir en el que nos pareciera mejor.
Ya a esta altura, paradójicamente el avión comenzó a bajar para tomar pista.
Nuevamente, el ahora dulce ritual de tomarnos las manos, mientras se escuchaba la voz del comandante dar el estado del tiempo y temperatura del lugar de arribo.
No bien, tomamos pista, me resultó extraño que el comisario de a bordo se colocara justo delante de nuestra fila, nunca había advertido ese comportamiento, tan raro.
Por el altavoz, el comandante pidió al pasaje que permaneciera en sus lugares, según dijo para un control de rutina.
No bien abrieron las puertas, ingresaron cuatro personas, dos hombres y dos mujeres
de obvia apariencia policial, y vinieron a nuestro lugar, perdón..., al lugar de Lucrecia,
la señora que viajó a mi lado.
Se presentaron como oficiales de INTERPOL, constatando que la señora se llamaba Lucrecia Rodríguez y que se la buscaba para detenerla, por la muerte de su esposo, presuntamente por envenenamiento.
Mientras los policías leían la orden de captura, La señora, miraba fríamente
La butaca delantera.
Cuando se incorporó, Las policías le colocaron las..., esposas y se la llevaron.
Apenas terminé los trámites de aduana, fui al bar y pedí un café doble, tomé mi agenda para ver el teléfono de Magali, la monumental morena, con la que estuve la última vez, en Madrid.