kavanarudén

Balance

Lentamente se difunde en el ambiente, la música suave de un piano solitario. Se escuchan los acordes tímidos de una melodía llamada “tiempo”.

 

Me siento cómodamente en un sofá, en medio del salón de mis recuerdos. Subo mis pies y los apoyo en la mesita del olvido.

 

Me alumbro solo con la tenue luz que se expande desde la chimenea, en donde la leña de mis sentimientos arde alegremente, dándome una placentera sensación de tibieza.

 

Sostengo, en mi mano derecha, la copa de vino tinto de mis deseos. El primer sorbo, siento que quema lentamente mis entrañas. Suelto un gemido de placer. Quema, cura las heridas de un viejo amor que ha pasado ya.

 

Suspiro profundamente y entre cierro mis ojos. Quiero atrapar el aroma, el perfume que exhala el ambiente. Una mezcla de eternidad, con un toque de musgo salvaje, de cedro del Líbano e incienso del Oriente.

 

Quiero gozar plenamente este momento sublime, eterno…

 

Hago un balance de mi vida.

 

Lejos veo mi infancia, perdida en los ángulos de mi casa paterna, entre juegos y fantasías. Dura etapa en la que la soledad y la tristeza fueron mis fieles compañeras. Nada fácil crecer entre la bipolaridad de una madre deprimida y a ausencia de un padre, ocupado en sus deberes y hombre de la casa. Me veo correr libremente por los pasillos del colegio “san José” de los Padres Capuchinos. La escuela, lugar en donde me sentí seguro, sereno, contento…

 

Echo mi cabeza hacia atrás, tomo otro sorbo del divino néctar, en el cual ahogo tantos momentos y situaciones vividas y, sin querer, se dibuja en mi rostro una sincera sonrisa.

 

Perdí mi adolescencia atrapada en la rejas dulces de la timidez. El atletismo, mi deseo frustrado. Temores varios. Sueños de entrega y servicio. Búsqueda de una vocación. Me veo cantando plácidamente en el interno de una catedral, de una Iglesia. Canalizando, en mis cuerdas vocales, toda mi afectividad.

 

Sin darme cuenta, me encuentro tarareando una canción de otrora. Espontánea me viene la tan trillada frase: “parece que fue ayer”.

Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro… y a veces lloro sin querer… escribía Rubén Darío.

Unos estudios, una carrera, un trabajo de servicio y entrega a los demás. Muchas satisfacciones…

 

Otro suspiro, otro sorbo. Me deleito de nuevo con la música suave que escucho. Tantas cosas vividas. Tantas experiencias.

 

Me surge la pregunta espontánea: ¿Qué me queda de todos estos años?

Una experiencia de vida que ha ayudado a mi madurez actual.

Meditar, pensar antes de cualquier acción.

Mientras más conocimiento y poder, más humildad.

Mis obras, son mi mejor presentación.

Ser yo mismo, donde quiera me encuentre.

El amor ideal no existe. Existe la posibilidad de construir, de amar, de soñar juntos, de proyectar, de luchar.

También he aprendido, en todos estos años y no con pocas lágrimas, el poder liberador y curador del perdón pero también, el poder destructor del odio y del rencor.

El futuro está en mis manos. Será lo que, poco a poco, sin descartar el dolor y sufrimiento, vaya construyendo en el presente.

No soy responsable de mi pasado, pero si de mi futuro.

El poder comunicativo de una sonrisa. Un gesto dice más que mil palabras.

La comprensión es la virtud de los grandes, la sencillez de los nobles.

Los obstáculos, sufrimientos, dolores, son oportunidad y no destrucción.

Pedir perdón, reconocer mis errores, asumir las consecuencias de mis acciones, me hacen más humano.

Que una mirada puede expresar ternura, pero también muerte y destrucción.

Que el amor tiene un poder sobrenatural, es capaz de cambiarlo todo.

Que se aprende hasta el momento de morir, no siendo la muerte el fin de todo, sino el principio de la armonía total.

 

Después de este balance, solo me resta alzar mi copa y brindar por todo lo vivido, pero sobre todo, por el porvenir. Ese porvenir cargado de sorpresas que quiero enfrentar de la mano de Dios (me confieso creyente) y sobre todo, de tu mano, amor de mi vida. Gran don recibido y resumen precioso de todo este balance.