kavanarudén

Ángel

 

 

Me vi reflejado en aquel par de ojo claros. Serenos como el mar y profundos como el océano.

 

Su mirar escrutó hasta mis más ocultos pensamientos, dejándome completamente desnudo ante su presencia.

 

Extendí mi mano y suavemente acaricié sus cabellos. Sin pensarlo y de manera espontánea lo besé en la frente.

 

Entrecerró sus ojos y una lágrima respondió a aquel mi gesto de humanidad.

 

Aunque si joven, su rostro estaba surcado de algunas arrugas.

Una barba escasa irrumpía en su tez blanca.

 

No podía expresarse verbalmente, no era necesario. Su capacidad de comunicación era perfecta, solo se tenía que tener un poco de corazón y sensibilidad .

 

Su cuerpo, otrora fuerte, lleno de vida, sano, ahora era solo huesos cubiertos de piel.

 

Contaba con treinta y nueve años. Abandonado de la familia cuando supieron que era cero positivo. Muchos tratamientos lo habían mantenido en vida, pero ahora su cuerpo se había revelado contra todo y solo, pacientemente, esperaba el desenlace de su vida.

 

Una etiqueta en su cabecera daba la información de su nombre, Ángel. Ironías de la vida. ¿Ángel caído? ¿Ángel redimido?....simplemente Ángel.

 

Su soledad, me rompió el alma. Llegar al final del trayecto vital y encontrarse completamente solo, abandonado, en la cama de un hospital.

 

¿Quizás que historia había detrás de Ángel?

Acerqué la silla que se encontraba cerca de mí, me senté a su lado, tomé su mano y la estreché fuertemente.

 

No me importaba su historia, su vida, lo que había hecho o dejado de hacer. Solo me importaba el hacerle compañía. Hacerle saber que había alguien a su lado, que no le importaba su color de piel, su condición social o sexual. Solo importaba el hecho de ser humano. Un ser humano sufriente, necesitado, que estaba viviendo un momento importante en su vida, como lo es la muerte y que no era justo que viviera ese momento sumergido en la más ruin soledad.

 

Quería solamente poder mitigar un poco su dolor.

Me acerqué a su oído derecho y le susurré:

- Tranquilo Ángel, todo pasará. Aquí estoy a tu lado. No tengas miedo. Te quiero. Espontáneamente me vino en mente el salmo 23

“El SEÑOR es mi pastor, nada me faltará.

En lugares de verdes pastos me hace descansar;

junto a aguas de reposo me conduce.

Aunque pase por el valle de sombra de muerte,

no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo;

          tu vara y tu cayado me infunden aliento.

Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,

          y en la casa del SEÑOR moraré por largos días”.

 

Apretó fuertemente mi mano, tan fuerte como podía y lo sentí expirar.

 

Llamé a una enfermera quien confirmó lo que ya yo me temía.

 

En voz alta, dirigiéndose a un médico expresó con voz fuerte:

- Doctor el maricón de la 35 finalmente murió.

 

Antes de que pudiera reaccionar, desapareció de la sala.

 

Extendiendo mi mano, cerré los ojos abiertos de Ángel. Descansa en paz – le dije –

 

Salí con mi alma dolorida, no por Ángel, a quien estoy seguro que está descansando al lado del Padre Eterno, sino por aquella enfermera para quien Ángel era solo un “maricón” o al máximo un número “35”.

 

En la medida que perdemos la humanidad, perdemos lo esencial de la vida y nos convertimos en verdugos; creyéndonos con el derecho de juzgar, de condenar, discriminar y asesinar con una mirada o un simple comentario.