Cuando mi hija tenía cuatro o cinco añitos,
pasamos juntos unos bonitos días de Primavera
en la Sierra madrileña en España. Uno de esos días,
ella se despertó poco antes del Aurora,
vino a despertarme, y empezó a hablar conmigo. Y…
cuando el Alba comenzó a despuntar,
se acercó en silencio al balcón y…, como yo seguía hablándole,
me dijo de repente:
“¡Cállate…, ven y mira esto!”
“Esto” era nada más ni nada menos que los increíbles
y embaucadores colores del Aurora
inundando el Cielo
con su salvaje belleza.
Nunca olvidaré esa vivencia, para mí sagrada,
profundamente “religiosa”, una vivencia que “te religa”…,
que te transporta y te une a lo que los ojos, asombrados,
descubren por primera vez, y…
que jamás podrán olvidar.
“Un bautizo profundamente religioso”
-como me gusta decir a mí-,
sin pertenencia alguna a tal o cual doctrina que me explique
“el cómo”, el por qué y el para qué?
¿Me explico?
Han pasado ya varios años desde esa estremecedora vivencia,
pero cada vez que su recuerdo me asalta el alma,
necesariamente vuelvo a descubrir las entrañas del Misterio
como si fuera la primera vez. Simplemente...,
porque al Misterio yo nunca consigo ni quiero “acostumbrarme”.
Pero también aprendí de aquel mágico asombro en mi hija (pequeñita y con su mente perfectamente virgen),
que la manera más adecuada de “decir el Misterio”, de expresarlo,
es contemplarlo, admirarlo en silencio y…
y responder a las explicaciones, razones y doctrinas varias
lo mismo que ella me respondió a mí
“¡Cállate…, ven y mira (admira) esto!”