Cada beso que nos dimos fue una poesía que hablaba, que pedía ser escrita, como si nuestros besos gritasen besarnos incontable y con fascinación, besarnos grande, inagotable. Decirnos al oído que deseábamos conquistarnos, seducirnos, coquetearnos y tocar juntos esa dulce sinfonía del amor. Como si ellos gritasen flecharnos pero nunca dejar de besarnos. Regalarle yo mis ternuras y ella la aventura debajo de su falda, y mientras pasaba besarnos con arrebato y con delirio, con pasión, enardecimiento, emoción. Porque querían sentirse, porque nos embriagaban, sin importar el por qué o el cuándo, solo sentir la demencia, el momento, sentir la pasión, la emoción, el delirio y el frenesí.
Eso significaba cada beso, una revolución, esa desambiguación que produjo el cambio inmediato y radical en nuestros cuerpos. Esos movimientos poéticos que enamoraron nuestras mentes, que fascinaron a cada poro en nuestra piel, y que realizaron un gran acto de magia cuando de la nada hicieron aparecer mariposas en nuestros estómagos.
Sin darnos cuenta, nos habíamos desprendido de todas las angustias, de todos los temores, y de toda nuestra ropa. Desnuda y atenta posaba su delicada figura sobre las sábanas que apenas cubrían ciertos lugares en su cintura. Me deleitaba de sus hermosas caderas, sus voluptuosas piernas y sus celestiales senos. Tenía una necesidad de plantar un beso en cada centímetro de su piel, regar de caricias todo su dorsal y embriagarme del perfume de su cabello.
Su anatomía desnuda sobre las telas de la cama y mi corazón agitado como las alas de un colibrí, reflejó en besos tiernos de su alma y la paciencia de mis ansias que aún no se disponían a hacerle el amor, porque aclamaba disfrutar de sus labios de doncella, de los roces de mi cuerpo con el suyo, del misterio en su sonrisa, o de los te amo que susurraba a mis oídos y que por la mañana podían desaparecer.
Ella sin embargo fue devorándome con su mirada que me atrapaba, llenó de caricias toda mi anatomía y pronto se dispuso a besar lo prohibido. Logró en mí despertar esa ansiedad que tenía de poseerla, de hacerla mía. Sentado sobre la cama le iba acariciando la espalda, y pronto colocó sus piernas en mi regazo, donde sintió el fruto de la pasión que había despertado en mí, y que provocó desatar en ella un intenso viaje al placer.
Su cintura se movía al ras de la comparsa formada por el carnaval adyacente en nuestros deseos, mientras que yo desparramé numerosas cantidades de mis más extensos besos a sus senos y su cuello. Nos recorrimos toda la cama, y experimentamos cualquier tipo de posición donde podíamos desovar toda la pasión con la cual incurríamos en esa por los momentos prominente noche.
Cuando todo terminó, solo quedó el fantasma del momento, el cansancio en sus piernas y mis labios mordidos. Esperando recobrar fuerzas.