Yo nací el año cuarenta en Castillla la llana,
fué una hermosa mañana de algún dichoso día,
con perfume a tomillo, romero y mejorana,
con pena de mis padres, saltando de alegría.(*)
Mi infancia son recuerdos de esquilas y cencerros,
de ovejas y pastores en una sintonía,
conducidas al redil por endiablados perros
del pueblo tras fenecer las tardes cada día.
Las clases en la escuela, los libros, los maestros,
los cuchicheos nuestros, castigo a la pared,
los renglones torcidos, los números siniestros
y bajo los pupitres copiando alguna vez.
Y al terminar las clases corriendo como enanos,
raudos hacia la plaza dispuestos a jugar
a la dola, a la tuta, a moros y cristianos,
a griegos y a romanos y siempre sin parar.
Y el vino, las bodegas, la leche, los calostros,
cada año la matanza con el mismo ritual,
los domingos a misa y en vendimias, el mosto,
las fiestas patronales, como ya era habitual.
Sembradores de sueños, de espigas en la frente,
el sol y aire presentes en nuestro caminar,
impregnados de respetos y siempre sonrientes,
al cura, los maestros, padres y en general.
Si volviera yo a nacer, nuevamente quisiera,
rodeado de pinares ver el atardecer,
en la orillita del rio, jugando en la pradera,
con mis sueños al viento y aprendiendo a crecer.
Niños de la posguerra, éramos aprendices
cual pollos de perdices con ansias de volar,
repletos de carencias pero éramos felices.
Los frutos de estos tiempos sólo saben llorar.
(*) Después de tres varones, mis padres esperaban una niña.