Un ave en la rama aún verdecida
cual brazo insistente del tronco deshecho,
trinó madrigales que en coro seguían
las aguas canoras del mágico Duero.
Halló en su cartera la llave de bronce,
abrió el apartado cajón del recuerdo
pensó en ese vino picante que un día
su piel empapaba con fuego en el lecho.
Cesando su murria subió al sentenciado
Edén: academia que fue rojo huerto;
cruzó el laberinto, burló al Monotauro
hambriento de tantos poetas del pueblo.
Sintió amor por Soria más bien espinoso;
su capa nevada le puso el invierno;
tembló; precisaba del sol, del sollozo
de abril por las rosas vestidas de duelo.
Riñó a los palurdos de rígidos modos,
de ojos cetrinos y manos de hielo,
medidos danzantes, locuaces cotorros,
borrachos de un rancio brebaje altanero.
De Becquer Sevilla fue cuna y Machado
partió de esa tierra de luz y misterio;
sus pasos, su espejo quizá se borraron,
mas nunca el perpetuo caudal de sus versos.