Disimuladamente,
ocultando la preocupación
por cómo iría después a deshacerme del apego,
dejé caer los párpados con fuerza,
y con la inexplicable mística de la retina de sus ojos,
levanté la vista e inmediatamente
me arrogue el privilegio de devolverle la mirada.
Marrones cual roble francés que constituye la barrica
donde se oxigenan los mejores vinos,
dos topacios semejantes al Diamante de Braganza,
un par de astros con el tinte del Kopi Luwar,
cuyas iris conservan el pigmento del secreto...
La mirada más estridente en la cual
nunca jamas hasta hoy me había descubierto...
Recuerdo esa mirada porque,
con la violencia de su subversiva juventud,
marcó mi corteza emocional
con la grandeza de la fortuna del: Aquí me encuentro.
Y sí, ahí te encontrabas vidente, mirándome...
Mirándome sin detenerte, sin escatimar la vista,
como en un absoluto estado de examen,
como viandante en trance
vaticinando el porqué de la vida,
como en fuga de la realidad
buscando respuestas
que duraran más que las habituales mentiras.
Tú, ocurrente en el modo,
ibas haciendo turismo
por cada línea de expresión en mi rostro,
franqueando despacio todos los contornos de mi personalidad,
analizando el movimiento de mi idiosincrasia,
pero permitiéndote, por extensos ratos,
descansar en la geometría de mis ojos.
Porque era en mis ojos donde reposabas,
donde permanecías como en una obsoleta quietud y sin alteración
y cuando el aturdimiento hacia colonias en tu cabeza,
tú te escondías en mis ojos,
y no te importaba que yo lo notara.
No te importaba porque ni la timidez
ni la cobardía constituían bienes de tu patrimonio,
porque aunque tus pupilas se concentraban en las mías,
mirándome, no me veías.
Tus ojos inmóviles,
no significaban que estuvieras viéndome,
no implicaban mi rol
como el objeto en el escenario de tu observación.
Porque tú con tus ojos,
las ventanas a través de los cuales reconoces el mundo,
me mirabas a mí para verte a tí.