Me sedujiste, Señor,
y fui seducido,
más fuerte fuiste que yo...
y me venciste,
ahora por tu causa soy perseguido,
todos se burlan de mí.
Cada vez que tu palabra digo,
recibo escarnio, afrenta...
y, tapando sus oídos,
se van por sendas
que los alejan de ti.
Pensé entonces en callar mi boca,
dejar de oírte y de transmitirles
esos mensajes que Tú envías,
no servirte más y, así:
¡Apartarme de la afrenta en que vivía!
No obstante ésta, mi oposición tenaz,
en que consciente se afirmó mi mente,
por poco tiempo te pude soportar;
desde mis huesos luchaste y lograste,
cual fuego ardiente, ¡hacerme estallar!,
que me encendiera y, sin poder sufrirlo,
ser tu antorcha, ¡volver a alumbrar!
Es mi destino... deberé aceptarlo,
si me persiguen, Tú me defenderás;
de los señores, Tú eres el más grande,
como gigante, y ¡prevalecerás!
¡Oh, mi Señor!, Tú pruebas a los hombres,
¡sabes qué piensan y cuál es su intención!,
te amo y sirvo, alabando Tu nombre;
cuídame y líbrame del Malo, su legión
y de los hombres malvados que me acechan
y que desean, ¡también mi perdición!
¿Por qué dejaste, Señor,
que yo naciera;
si sólo iba a conocer dolor?...
pero en Tu Espíritu mi alma se consuela;
más que mi padre y mi madre
¡me amas Tú!
...Y aunque la vida que vivo sólo duela,
seré esa antorcha, que me pides sea,
¡vivo holocausto, conseguida obediencia!
y, en la paciencia que de mí esperas,
continuaré ¡alumbrando con tu luz!