No parabas de hablar
-no sabría decirte cuántas veces
traté de asesinarte-
y estaba a punto de irse tu autobús.
Entre café y anís la tarde adquiere tristeza de gorrión
cuando mis manos saben que te marchas,
te escribo en cuanto llegue,
me dices,
y tus labios
siguen siendo un torrente que no cabe en las calles de Madrid.
Y entonces te recuerdo o más bien trato
de decirte al oído
que si esto
de repente cambiase y me dijeras de una vez que me quieres
cogería tu maleta,
quemaría el autobús para que todos se enteren
y llenaría la casa, tuya y mía, de escaparates
con muñequitas rusas.