Son mis manos ondas de humo
sondeando irrealidades de carne,
maniobrando hileras de árboles
entre conciertos de grillos y luciérnagas.
Ya te vi con esos ojos celestiales
caídos de un cielo oscuro,
espiándome por esas rendijas
donde escapa esta imagen silente.
Cansado de este cuerpo pesado
de nervios la única guarida es mi mente,
hundida en círculos de ríos sin muerte,
de ciclos pendiendo
ardiendo bajo faldas;
respirando latidos tras tu espalda...
Allí vuelvo a ser nadie
en el disimulo de la corriente
que no sabe si me lleva o trae:
quejidos, alaridos;
sonidos de jilgueros inmortales.
Y he de ser vejes,
nitidez de bosques tropicales,
cruzándome entre palmas
en la fluidez de venas al alma;
puedo llegar a ser bullicio o calma…
Lo que tu pidas habrá de hacerse:
castillos de espuma volando sobre el mar
tan suaves y ligeros,
bellos y fuertes como acero.
Y alzo mi grito deletreando tu existencia
con estas señales amordazando labios,
es tan grueso este lamento
que me invita a cada tarde un trago.
De ese vino que no vino para saciarse
la resequedad que en la energía me invade,
solo inflama las células permeables
alucinando encrucijada sin movimientos;
acciones que se anticipan al tiempo.