Desataste la piolita
de una manera muy lenta,
en tu ritual lo que cuenta
es la forma en que palpita,
en tu pecho octogenario,
tu corazón al que, a diario,
le pesan más los recuerdos;
y, en tus movimientos lerdos,
acompasar tremolado,
la memoria le suscita.
Las hojas amarillentas
que relees transportado,
contienen notas y cuentas
de ex–alumnos de grados,
en que fuiste su maestro
en años que ya pasaron;
viejos tiempos que marcaron
tu persona para siempre;
y del fondo de tu estro,
cual un dejo adolescente,
aparecen unos versos,
y se revive el momento
del verano de tu vida
en que coleccionabas esto:
Tu atadito de tesoros,
con notas sobresalientes...
dibujos garabateados
de los más pequeños...
ellos crecieron, se fueron,
pero tú sigues el dueño
de las clases detenidas
en aulas-espacios-tiempos,
sostenidas por tus manos,
en estos papeles viejos.
Te jubilaron... dijeron
que ese era tu premio
(tú te reíste por dentro),
te mandaron a tu casa,
visitaron al comienzo,
pero, después, poco a poco
fueron dejando de hacerlo.
Pero tú estás satisfecho,
bien sabes que tu patria amada
cosecha todo tu esfuerzo:
Abogados e ingenieros,
artistas y gobernantes,
profesores, también médicos...
y una camada muy grande
de bien enseñados obreros;
todos hijos que engendraste
con tu intelecto,
¡cada cincuenta minutos,
entre recreo y recreo!
Hoy, como todos los días,
practicas tu “religión”,
con siempre igual emoción
y en forma muy cuidadosa,
repasando, hoja a hoja,
el toco[1] de tus recuerdos;
no lloras, pero estás serio
ante el que es: ¡tu único premio!
[1] Cierta cantidad apreciable (Arg.)