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La torre vigilaba los pasos,
la empalizada aferraba los últimos maderos;
en la caballeriza aguardaba manso
pero alerto el escudero.
Era la tarde fría la que moraba
ya en los dinteles del pueblo,
los fieles dejan el establo
recogen sus aperos.
-¡Mi fiel escudero, pronto,
traiga la espada y el yelmo!-
Las puertas del castillo abrieron
y yo, corzo,
abandoné mi aposento.
Era el Rey, el señor de mi castillo
era un simple plebeyo:
¡Aun estaba sin caballo!
-¡Tráigame el jamelgo!-
La noche ya era presta
mi fiel escudero guiaba el sendero.
A solas y en busca de mi recompensa
me propuse ser el primero.
No supe cual destino me espera,
serían los iberos
o tal vez los celtas;
seguí avanzando presto.
-¡Atento escudero
allá por la izquierda los caballeros
a derecha los arqueros;
saque mi escudo de hierro!-
Aposté al pecho y al brazo,
cubrí firme mi regazo
y en la mas densa niebla del remanso
aun veía a mi lacayo.
¡No se cuanto aguantaré! -decía-
no veo los golpes ni de donde venían
por Dios mi Rey abandone la caballería!
Ya no aguantaba la embestida.
El clamor de la sangre manchaba mi traje
la cota de malla ya no guardaba mi ropaje;
al fondo dos cabezas asomaban en el basto celaje,
-¡Pero como, hay viene mi linaje!
Encabezado al frente mi adalid,
dos legiones al son de un grito:
¡Bravos sequitos
los que aquí venís a servid!
La niebla tornase bosque,
el lance llegaba a su final,
la muerte, más cerca que el reproche
pronto achicaría los dos bandos.
Y yo Rey por un casual
escuchaba en voz de mis lacayos:
-¡Mi rey la victoria es nuestra!-
-¡Mas cómo, joven vasallo, recuerda:
A ellos la muerte ya les llega,
a nosotros crueles frentes aún nos quedan!-