Conozco un puerto en las tinieblas de mayo, atravesado por la absurda tarea de vengarse del mar, cuando mayo era el amante vulnerado por el aire.
(Ah, yo no existí en los álamos de ningún verano, ni en las arenas que el sol mata en su verberante mediodía.
Animales exhaustos decretaban mi extinción como una sábana que se iba perdiendo palmo a palmo en lo verde de la noche.)
Los barcos desbordaban en la playa y hablabas del mar como de una fatalidad.
Pero el puerto persistía en las paredes de mi sellado corazón,
para no despertar el lugar que ahora imagina mi conciencia en una oración que comparto con el viento.
Todos los días acosados por lo vasto y desconocido de tus ojos ante la instantánea impiedad de los recuerdos;
y mis salvajes manos provocadoras de la ira que no se resuelve con el beso que al morir nos entregan.
Hay una ráfaga de nombres, fechas, mandamientos, y ya no sé existir sin el cielo subterráneo que me habita.
Resonantes, mis pasos, acaban por perderme.
G.C.
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