Las nubes ya no lloran hace tiempo,
cesaron de reír los arroyuelos,
el buey ya no retoza de contento,
ni se oye el dulce canto del jilguero.
Esperando que vuelva el mes de enero,
que como salvador divino aparezca,
y que traiga consigo el aguacero
para bañar la tierra con agua fresca.
Mirando al infinito está el labriego,
sus pensamientos vagan en la nada;
sólo implora al señor que oiga su ruego
y derrama sus lágrimas del alma.
Ha llegado triunfante la siniestra,
trotando va por valles y laderas,
sobre su lomo trae un equipaje a cuestas
repleto de dolor, de hambre y de miseria.
Es la horrenda sequía que ha clavado
su mortal aguijón, su fiera espada
en el pecho del hombre que ha clamado
piedad para su vida atormentada.
Mas, la tierra que sangraa adolorida,
sedienta de aguacero empalidece,
ya no moja la piel con agua viva,
sólo el noble maguey por el amor florece.
Con un mudo lenguaje al Creador reclama
el molle moribundo que protesta,
desnúdase su tallo y sus sangrantes ramas,
y arroja por doquier sus hojas secas.
La zorra mira triste a sus cachorros
que en la cueva esperan el sustento,
y en el silencio la voz del mal agüero zorro
escúchase un gemido, un lamento.
No hay heno en el henal y flaco está el granero,
y del longevo cactus las pencas han curvado,
marchita lleva el alma el buen labriego
y por el gran dolor el pecho lacerado.
Alimenta el recuerdo al campesino
el sabor del centeno está impregnado
en los labios hambrientos que han tejido
una ilusión, un sueño que ha guardado.
Va anunciando el Señor, postreros días
presagio que el dolor será más fuerte,
no trae fresco trigo esta sequía,
a sepultura huele, sabe a muerte.