Las lágrimas corrían como ríos silenciosos, delineando grotescas líneas en sus mejillas. Las sentía tibias, deslizarse sin descanso y se preguntaba hasta cuándo saldrían esas gotas de sal de sus grandes ojos fijos en el techo.
La araña de patas largas también permanecía inmóvil, colgada de su tela. Mirándola comprendió que ambas trataban de mantener el equilibrio.
La brisa que entraba por la pequeña rendija de la ventana cerrada, de pronto le erizó la piel. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Pero esto tampoco fue suficiente para que se moviera. Sus piernas cruzadas una sobre la otra, arriba de la cama ya se estaban adormeciendo, pero no quería que ni siquiera la respiración delatara que estaba despierta.
Lo sentía respirar a su lado y un profundo dolor le invadía el pecho, mezclado con un profundo asco. Y bronca… ¡una enorme bronca!
Dormía plácidamente, nada perturbaba su sueño, mientras ella, noche tras noche, repetía lo que ya se había convertido en un rito… lloraba en silencio, después se levantaba en puntitas de pie y se iba al baño, donde con la puerta cerrada daba rienda suelta a los sollozos largamente contenidos.
Y todas las noches, sin excepción, mirándose al espejo, se preguntaba por qué… ¿por qué si la amaba tanto no se daba cuenta que la estaba lastimando?
Después en silencio y nuevamente en puntas de pie, volvía a la cama, se acurrucaba lejos de aquel hombre y seguía llorando hasta quedarse dormida.
Esa noche había sido realmente una de las peores que había vivido.
Había tratado de terminar los quehaceres de la casa lo más tarde posible para poder evitar la intimidad con Rubén. Se sentía muy cansada. Pero cuando había llegado a la habitación, él la estaba esperando, recostado cómodamente en la cama, con su cabeza sobre un almohadón y leyendo un libro.
Había fingido no darse cuenta de sus intenciones. Pero ya no había forma de fingir y decir que no, tampoco era suficiente.
La discusión había sido terrible. Ni siquiera podía recordar las palabras que ambos se habían dicho. Lo que no podría olvidar nunca, serían las manos de él cerrándose en su cuello. Ni su voz amenazante con ese tono de ironía. Y que después de todo eso, encima creyera que las cosas se arreglarían haciendo el amor.
- ¿Amor? ¡Amor! ¿Qué amor?
Eso era lo que rondaba en la cabeza de Paula aquella mañana.
Se repetía una a una las escenas como en una película.
El celular seguía sonando insistentemente, mientras caminaba rumbo a la oficina.
Era casi ridículo ver el sol tan radiante, escuchar los pájaros alborotados en las ramas de los árboles. La risa de los adolescentes que pasaban por su lado le parecía una burla. En su alma todo se había tornado gris. Sentía una profunda tristeza que la ahogaba, la sentía enredarse como una enredadera a un árbol, apresándola.
Sabía que no había vuelta atrás, pero se sentía tan sola y tan desprotegida, que al pasar al lado de un perro abandonado, una sonrisa, que más bien era una mueca, se dibujó en sus labios. Pudo ver en los ojos de ese animal reflejado, el mismo miedo y la misma súplica que presentía en los suyos.
Cuando llegó a la oficina el teléfono sonaba sin parar. Levantó el auricular y escuchó esa voz tan conocida…
- ¡Hola! ¿Por qué no contestás el celular? ¿Qué estabas haciendo? ¿con quién estabas que no podías contestar? ¡Sabés que me asusta pensar que pudo pasarte algo!
Y hablaba, hablaba y hablaba. Cada vez levantando más su voz.
Era siempre lo mismo, las mismas preguntas que ella ya no escuchaba, los mismos reproches y las mismas respuestas que a él ya no le importaban.
Nada tenía sentido. Lo había decidido.
Esa misma noche le pediría el divorcio.
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Sus gritos estremecieron los vidrios de las ventanas de aquella habitación.
Se despertó llorando, el corazón le latía con fuerza. Su mente sólo había logrado retener la imagen de un ramo de rosas rojas.
Le costaba respirar, tenía los ojos llorosos y sudor en la palma de las manos. Era como si un ladrillo le oprimiera el pecho.
Al prender la luz la cara de su madre la tranquilizó. Las pesadillas eran algo constante todas las noches.
Le costó un buen rato normalizar su agitación y sentirse calmada.
Tenía una vida tranquila, caminaba diariamente por el parque. Se deleitaba observando cada flor que nacía, cada hoja nueva, cada pájaro que se posaba en los árboles. Tenía suficiente tiempo para disfrutar de la naturaleza, ya que había dejado de trabajar hace mucho por indicación de los médicos. Y en realidad no lo extrañaba, porque podía hacer todas las cosas que le gustaban.
Podría decirse que era una persona feliz.
Dedicaba muchas horas a sus ensayos de danza clásica, pintaba, no tenía ningún tipo de sobresalto.
Su único problema consistía en esas pesadillas que seguían atormentándola.
La doctora le había dicho que iban a terminar, pero, a pesar de las pastillas y la psicoterapia, no cesaban.
Lo peor de todo era no poder recordar… por más que se esforzaba, las imágenes huían apenas abría los ojos, sólo quedaba dando vueltas en su cabeza una imagen por varias horas: ¡rosas rojas!
Rosas rojas…
Paula se contempló en el espejo mientras se vestía. Ni los años ni los problemas habían logrado hacer mella en su rostro o en su figura. Sus cabellos castaños caían graciosamente en bucles sobre los hombros, su busto aún se mantenía firme y había logrado mantener bastante el peso gracias a una buena nutrición, al ejercicio diario y a su rígido entrenamiento de baile.
Se sentó al borde de la cama, se puso sus amadas zapatillas de ballet, entrelazó las cintas a sus piernas, mientras la música de Chaikovsky inundaba la habitación.
Bailando se sentía libre. Todo desaparecía, podía volar… sólo existía la música y ella.
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Corría… El frío hacía lagrimear sus ojos. Un viento helado calaba sus huesos, sentía que los músculos ya no le respondían, pero seguía corriendo.
Había despertado de golpe, con sus manos agarradas a la reja blanca del portón.
De golpe también, había vuelto la claridad a su mente, que era tanta como la oscuridad que la rodeaba. Hasta las nubes se había confabulado para tapar la luna. La imagen de las rosas se había vuelto más y más nítida hasta desaparecer…
Ya no eran rosas, era la sangre que brotaba del rostro de Rubén, empapando su cara, sus manos, su camisón blanco.
Le había dicho lo del divorcio, que ya no toleraba vivir así, que quería volver a bailar… a reírse. Que no quería discutir más, ni sentirse amenazada, ni tener miedo. Que era injusto que a sus casi treinta años ya no tuviera ganas de seguir adelante.
Él la había mirado con esos tremendos ojos verdes y una expresión incrédula en su rostro. La había acusado de serle infiel. Había gritado, la había insultado. Había implorado de rodillas que no lo dejara. Después le había pedido perdón de rodillas y acto seguido la había vuelto a insultar.
Pero al ver que su decisión era inamovible, había sacado el arma de la mesa de luz.
Ella había intentado quitársela pero él, sin más palabras, había apretado el gatillo.
El ruido retumbaba en su cabeza, como si hubiera sido hace sólo unos momentos.
Abrió la puerta de un golpe y una mujer extraña, vestida de blanco, la abrazó tratando de tranquilizarla, pero logró zafarse y subir las escaleras con la poca energía que le quedaba.
Entró en su habitación y recorrió cada uno de los objetos con la mirada. Evidentemente esa no era su casa. Ni esa mujer era su madre. No sabía cuánto hacía que estaba en ese lugar.
No sabía qué había pasado con su familia, dónde estaban, por qué la habían dejado ahí, si habrían venido a verla, si volverían a buscarla…
Vio el retrato de aquel joven en la repisa e instantáneamente llevó las manos a su vientre.
Las imágenes llegaron envueltas en una luz amarillenta junto con el recuerdo del dolor y ese llanto que no paraba nunca…
Recordó también esa pequeña carita que la miraba desde abajo, mientras succionaba su pecho.
Una canción vino a su mente como en oleadas, mientras acariciaba la fotografía.
Y pudo ver muchos otros portarretratos con fotos de aquel chico que se había convertido en un hombre. En una de ellas había una dedicatoria: Para mi mamá… cuando despierte, Javier.
De pronto sus ojos se posaron en la mujer que la miraba desde el otro lado de la habitación ¡ella si se parecía a su madre!
Pero no, no era, el cabello canoso y desarreglado le caía sobre los hombros, las marcas del rostro denunciaban que había vivido mucho tiempo.
Como una autómata se dirigió lentamente hacia allí, abrazada al portarretrato con la foto de su hijo y extendió una de sus manos para tocar a la mujer…
La superficie del espejo se empañó con su aliento y entonces percibió también que sus dedos helados estaban arrugados demostrando también el paso de los años.
En esos breves instantes comprendió todo.
Había pasado su vida recluida en ese sitio.
Las zapatillas de baile no existían, al lado de la cama sólo había unas pantuflas gastadas.
El maillot, en realidad, era una larga bata que le cubría todo el cuerpo.
Toda su vida había sido sólo un sueño y esa pesadilla recurrente la cruda verdad.
Lo vio ahí… a su lado, como todas las noches… mirándola con sus verdes ojos desprovistos de todo indicio de vida, fijos en los suyos abnegados de lágrimas. Lo vio ahí, con las manos extendidas para abrazarla y llevarla a ese lugar oscuro, tan oscuro como el miedo que le había provocado cuando cada noche quería hacerla suya.
Rubén se había quedado para cumplir su condena, repitiendo aquellos absurdos sucesos que le provocaron la muerte.
Cada uno había tenido su castigo.
Para ella su deuda estaba saldada.
El dolor en el estómago la obligó a trastabillar y afirmarse como pudo en la cama.
Podía sentir cómo iba disminuyendo la frecuencia de sus latidos y a la vez eran cada vez más fuertes.
En el momento en que Marta abrió la puerta, junto con un hombre que también vestía de blanco, Paula se desplomó sobre la alfombra.
Veía desde lejos los esfuerzos de los dos para intentar reanimarla.
Hasta pudo escucharlos llamando a la ambulancia.
Pero ella no volvería…
Era libre. ¡Por fin era libre de verdad!
Marchó hacia aquella luz brillante con una sonrisa, vestida de bailarina, escuchando la música de Chaikovsky que tanto le gustaba y dejando su viejo cuerpo tirado frente al espejo abrazado a un portarretrato.