En mi pueblo hay una calle
que del pueblo es la más larga.
En la calle hay una plaza
con un estanque con agua.
En la plaza hay una iglesia
con una torre muy alta.
Muy cerquita de la iglesia
hay una casa muy blanca.
En la casa una cancela
de hierro muy bien labrada
y a ella acudía yo
montado en mi jaca parda
día a día, misma hora
a platicar con mi amada.
Decíale cosas lindas
que le llegaban al alma.
Cierto día preguntéle
si conmigo se casara.
No dijo ni sí ni no,
que con su padre yo hablara.
Solicité ver al padre
que su consejo estimaba.
Ya en su presencia le expuse
lo que ante él me llevara:
mi anhelo de desposar
a su hija tan amada.
Me miro él de reojo
de cabeza a la alpargata;
me inquirió que le dijera
pa vivir con que contaba.
Yo no le entendí muy bien
lo que a mi me preguntaba.
Prescindiendo de eufemismos
me espetó que qué ingresaba.
Cuando le dije la cifra
del jornal que yo ganaba
no se pudo contener
y soltó una carcajada.
- ¿Sólo eso ganas tú?
a poco me contestaba.
- Ve muchacho, ve con Dios.
Pero tú ¿en qué pensabas?
¿que te iba a dar a mi hija
con ese sueldo de nada?
Quedó un momento en silencio
tras el cual continuara
- Hasta que tu economía
no permita desposarla
no vuelvas a ver a mi hija.
No rondes más esta casa.
Salí triste y desolado
de la casa de mi amada.
Me alisté de marinero
en un barco que zarpaba
rumbo a América del Sur
para ver si mejoraba
mi economía y fortuna
y así poder desposarla.
Relación epistolar
desde entonces se iniciara
con una frecuencia fija
con mi Rosita adorada.
Le escribía con constancia
dos cartas a la semana
expresándole el amor
que a ella le profesaba,
cartas que de inmediato
ella a mi me contestaba.
Pasaron semanas, meses;
dos cartas a la semana.
A medida transcurría
el tiempo que yo pasaba
trabajando con denuedo
de sol a sol desde el alba
sus respuestas se alargaron;
una carta a la semana,
después sólo una al mes,
yo dos cartas a la semana,
hasta que a partir de un día
no volví a recibir cartas.
II
Once años transcurrieron
desde mi última carta.
Es verdad que hice fortuna
para poder desposarla.
Un día emprendí el regreso
a mi Sevilla del alma.
Solo llegar a destino
al padre yo visitara.
Me esperó, dijo, algún tiempo
y como no regresaba
aceptó el ofrecimiento
de un buen mozo que la amaba,
con quien en muy pocos meses
finalmente se casaba,
y que en Córdoba vivía;
y que verla no intentara.
Me fui triste y deprimido,
humillado y rota el alma,
por la calle de mi pueblo
que del pueblo es la más larga,
en la que hay una plaza
con un estanque con agua,
y en donde hay una iglesia
con una torre muy alta
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