LIZ ABRIL

EL HUECO

Siempre lo mismo... el hueco.  

Ese hueco profundo que se va socavando en la oscuridad y en el silencio de la noche.

Se expande, es como si fuera devorando las tinieblas y volviéndolas más negras, más insondables. Un misterio profundo donde caben todas las dudas, todas las excusas, todos los pretextos. Se alimenta a sí mismo con las incógnitas de cada uno de los días que se suceden impávidos y obsoletos. Días que pasaron a ser simplemente un accesorio de las noches de insomnio y de desvelo.

Toda ausencia cabe en él, es como una puerta secreta hacia vaya a saber dónde. 

La soledad lo habita y se regodea en sus entrañas, acurrucada y sola, haciéndole honor a su nombre tan conocido por mi. 

De pronto veo desaparecer en su interior el fantasma de Reinaldo. Había estado paseándose por la habitación con su habitual desparpajo de fantasma acostumbrado a asustar a todo el que se cruzara en su camino.¡ Y zas! ¡lo tragó de un bocado!

Me causó risa la última expresión que vi en su rostro blanquecino... tenía miedo, él tenía miedo... era gracioso ver sus ojos grandes y sus labios sin sangre abiertos al máximo, como queriendo gritar... después de todos los gritos de terror que él había ocasionado a sus sorprendidas víctimas.

Nadie había podido ver esa nada oscura en el rincón del cuarto. Sólo mis ojos lo habían descubierto. ¡Pero eso fue hace tantos años!

 

Era sólo un niño, estaba jugando con la pelota de trapo que el abuelo había improvisado para matar mi aburrimiento y entonces, luego de un puntapié, la pelota desapareció en el rincón. La busqué por horas, no me podía convencer que no estuviera. Corrí la cama, cosa que me costó bastante esfuerzo. porque a los seis años no se tiene mucha fuerza para correr una cama. Busqué abajo de la mesa de luz, debajo de la alfombra, en las otras esquinas y después fui por el pasillo saliendo de la habitación y busqué en todos los otros lugares posibles de la casa.

Mi abuelo al verme tan preocupado por la pelota buscó otros trapos inservibles y con mucho esmero hizo otra, pero yo quería la que había desaparecido en ese hueco invisible en el rincón del cuarto.

Luego fue el auto, ese de colección que mi papá me regaló para mi cumpleaños...

- ¡Todo lo pierdes! ¡No se te puede regalar nada! 

¡No sabes apreciar todo el esfuerzo que uno hace! 

Fueron sólo algunas de las frases que escuché.

Y lo busqué incansablemente. Por muchos años estuve esperando verlo aparecer con su pintura roja reluciente, sus faros rebatibles y el corredor con casco que sujetaba con fuerza el volante.

-¿Habrá sabido que lo esperaba un viaje tan largo? Tal vez por eso tenía sus ojos grandes abiertos y fijos mirando hacia adelante...

-No, por supuesto que no, los muñecos no saben nada, sólo son éso, muñecos, un poco de plástico sin vida.

Pero yo no era de plástico y estaba bastante asustado, mirando ese hueco donde todo se esfumaba ante mis ojos.

Una vez entró corriendo a la casa Aquiles, el gato del vecino, venía con su cola hinchada y el pelo del lomo erizado, disparando de Chiquito, el perro del otro vecino, que en realidad no era nada chiquito, era un gran danés de color gris, que más que un perro parecía un caballo, al menos a mi me lo parecía. Aquiles entró y cruzó raudamente por el pasillo hasta mi habitación, se escondió tan bien... que nunca más pudimos encontrarlo. Chiquito aulló en la puerta de casa por varias horas, hasta que se convenció ( o más bien lo convencieron a escobazos) de que su preciada víctima no iba a salir.

Mamá dijo que debía haber salido por la ventana ( lo raro era que estaba cerrada)

El vecino indignado dijo que algo le deberíamos haber hecho al pobre animal.

Papá se enojó y vociferó repitiendo una y mil veces que no quería tener problemas con el dueño del gato, que más vale que lo buscáramos, que debía estar en el ropero, en algún cajón, que no podía ser que desapareciera.

Yo, en el fondo de mi corazón de niño, sabía que ninguno tenía razón. El gato debió haber encontrado el hueco y huyó por ahí.

Seguramente se quedó jugando con el auto y la pelota de trapo.

 

Y así, al pasar los años, logré encontrar un sentido a  todo lo que se perdía... incluso a las cosas más inverosímiles, a aquellas a las que nadie encontraba una explicación.

Una vez le expliqué a mi madre lo que sucedía. Ella estaba muy desesperada, muy triste, se agarraba la cara con las manos y se mecía llorando. Repetía una y otra vez: 

-¡Lo perdí todo!

Entonces fue cuando se lo dije. Le conté de ese tremendo hueco oscuro que devoraba todo. Ella se quedó mirándome y no lloró más. Simplemente me abrazó y me dijo que en ese rincón no había nada. Que todo iba a pasar.

Pero los grandes nunca entienden a los niños. Los grandes realmente lo que pierden es la capacidad de ver más allá de lo visible. El hueco sólo podía verse si uno creía que existía. Los grandes generalmente, no creen en lo que no ven. Y los chicos generalmente, no entienden a los grandes.

 

 

El problema fue que yo también crecí y pasé a formar parte de ese mundo de los adultos que no creen en nada que no puedan ver.

 

Me fui de esa casa. Estudié, me enamoré, me casé, tuve mis propios hijos.

Trabajé, como deben hacer los adultos para mantener su familia.

Me fui metiendo cada vez en el trabajo, por el afán de tener más cosas para esa familia (la misma que dejaba de lado por el trabajo)

Y cuando creía que lo tenía todo... de golpe me quedé sin nada (igual que mi madre)

Ni dinero, ni casa, ni auto, ni familia.

Volví a la casa que había sido de mis padres. Ellos ya no estaban ahí. Cada uno había seguido su camino. Mamá ya no estaba en el mundo de los vivos y mi papá se había casado con una mujer mucho más joven y se había ido a vivir a España.

La casa conservaba todos los muebles en la misma disposición que cuando yo había vivido en ella. Todo era tremendamente familiar y a la vez, había pasado tanto tiempo, que ya no lo sentía mío.

Mi hermana nunca se había ocupado o preocupado por esa casa.

María (ese era su nombre) se había casado también y no se si a lo mejor, para seguir el ejemplo de papá, se había ido a vivir bien lejos.

Así que yo estaba solo.

A eso se le llama meter la pata en la vida.

Había tenido una aventura con Lola, una hermosa chica de cabellos rizados y oscuros, que conocí en un bar. De ser un encuentro furtivo de un día, había pasado a varios encuentros constantes todas las semanas. Lo peor de todo era que mi esposa me había descubierto y se armó un terrible lío. Mis hijos no querían verme.

Ella mucho menos. 

Y la morocha... ¡tampoco!

Fue el juez el que dispuso que se quedara con la casa.

El auto lo tuve que vender para pagar algunas deudas que contraje durmiendo en hoteles, visitando grandes restaurantes y haciendo regalos caros (muy caros) y encima cuando se enteraron en la empresa que trabajaba, me despidieron.

Lo peor de todo es que cuando más alto estás y te caes... ¡mayor es el golpe!

Como dice el dicho no sé de quién: sobre llovido...¡mojado!

A los cincuenta años no iba a ser fácil empezar de nuevo. Estaba lejos de la jubilación... pero también muy lejos de conseguir un nuevo empleo.

Curriculum tras curriculum ya habían desaparecido de mis manos en entrevistas distintas. Todas muy prometedoras, con un gran apretón de manos al final, una sonrisa y la frase tan conocida 

-\"Lo llamaremos\"

Los amigos tampoco existían... todos habían sido compañeros del trabajo, que al cruzarme en la calle se hacían los desentendidos, los distraídos, los preocupados... y si nos cruzábamos en el colectivo... seguro que iban dormidos. 

La gente tiene una gran capacidad para dormirse en el colectivo, sobre todo cuando no quiere ver a otra gente.

Sobreviviría un tiempo con el dinero de la indemnización, que no era poco, pero seguramente no iba a durar mucho... porque estaba el pequeño problema de la inflación, que amenazaba devorarlo vorazmente....

¡Y pensando en ésto me acordé del hueco!

 

Y allí estaba yo, sentado con mis piernas cruzadas en el piso, mirando fijo el rincón opuesto de la habitación. Las horas transcurrían y el hueco no aparecía. Podía ver perfectamente el ángulo formado por las dos paredes pintadas de verde. Perfectamente nítido. Me obsesionaba descubrirlo. Abría y abría más los ojos, no quería ni siquiera pestañear, no vaya a ser que en un descuido, una cabeceada, el mínimo giro de mi cabeza... él apareciera y yo no lo viera.

Así pasé varios días y varias noches. No comía, no dormía, sentía que mi cara se iba endureciendo, que la barba crecía, pero no quería moverme... lo iba a aprovechar, seguro que iba a aprovechar ese momento... estaba esperando que yo aflojara para hacer su triunfal aparición.

En este estado deplorable me encontró Mauricio, mi hijo mayor. Pude ver en su rostro la sorpresa y la pena al mismo tiempo.

- Papá...

Dijo apenas con un hilo de voz entrecortada y vi correr las lágrimas por sus mejillas, como cuando era un niño.

- Papá...

No le podía contestar, no se si había olvidado cómo hablar o tenía los labios tan secos y pegados que no podía emitir palabra.

Me abrazó y trató de incorporarme, cosa que no logró, porque mis piernas estaban adormecidas. Mi pantalón supongo que despedía un olor nauseabundo, porque aunque trató de disimularlo, apartó su cara al acercarse y frunció su nariz.

Lo vi tomar su celular y llamar por teléfono.

La ambulancia no tardó en llegar y cargarme, cosa que no les costó mucho, porque mis huesos tenían sólo un poco de carne cubierto de flojas ropas que colgaban por todos lados.

Estuve varios días en el hospital, con suero, ropa de cama limpia, bañadito, afeitadito y con pijama nuevo. Y todos mis hijos y nietos vinieron a verme.

La entrevista con la psicóloga fue bastante placentera. Era una mujer que hablaba poco ( cosa rara en las mujeres) hacía algunas preguntas y prestaba mucha atención a lo que yo decía.

Por supuesto que no le conté lo del hueco... yo sabía que no iba a creerme y encima lo iba a atribuir a algún trauma o iba a tratar de dilucidar que significaba y por qué estaba en el lugar dónde estaba.

Para qué remover ese asunto. Yo sabía que estaba, sólo que no había conseguido encontrarlo. A lo mejor con los años había cambiado de lugar. ¡Eso era! ¡Yo había estado mirando en el lugar equivocado!

 

Después de un tiempo, todo volvió a la \"normalidad\", bueno, no tanto, mis hijos se fueron a continuar con sus vidas lejos de la mía, mis nietos junto con ellos. La dulce psicóloga estaba tan abarrotada de pacientes que me dio el alta para ocuparse de alguien más interesante a quien preguntar y escuchar.

Seguía sin trabajo, sin mujer y sin amigos...

Pero estaba vivo... ¡que no es poca cosa!

Cuando llegué a la casa, a esa vieja casa de mis padres, que ahora era mi hogar nuevamente, traté de comportarme como lo haría cualquier persona en esa situación. Abrí las ventanas, prendí la cocina... puse la tetera en el fuego, preparé la bandeja del mate y después fui al comedor, prendí el televisor, sintonicé el noticiero y respirando hondo me acomodé en la silla dispuesto a disfrutar de esos instantes de tranquilidad.

La vida me había dado una segunda oportunidad.

Debía creer que era posible. Debía comenzar de cero. 

De golpe mis ojos se fijaron en una forma atrás del sillón. Una pelota... me levanté lentamente de la silla, me agaché y la tomé entre mis manos.

Era \"la pelota\" , si, era la pelota que hizo el abuelo, la primera, esa que se perdió y que tanto busqué. Por un momento me sentí un niño otra vez, la puse en el piso y la empujé con mi zapato y ella rodó y rodó hasta llegar hasta el auto rojo que estaba en el pasillo, con el corredor de plástico firmemente agarrado al volante y sus grandes ojos fijos y abiertos, listo otra vez para emprender el viaje. Una sonrisa gigante me inundó el rostro. La sentía estirarse más y más en la comisura de mis labios, tanto que pensé que se me iban a rajar. Por extraño que parezca... ¡me sentí feliz!

 

A partir de ese momento lo volví a ver... siempre había estado en el mismo lugar, seguramente jugando a ser invisible, cosa que le salía muy bien. Es muy útil tenerlo ahí. Cada vez que algo me inquieta o me molesta, basta con imaginar que él lo devora y ¡listo!

Todo el dolor, la ausencia, la soledad, la angustia, incluso las pesadillas, las injusticias, los engaños, todo lo que se puedan imaginar de negativo que existe en el mundo, todo, todo se va por ese hueco profundo, negro y silencioso que habita en un rincón del cuarto.

 

A cerca de Aquiles (el gato del vecino), muchas veces me pregunté que habrá sido de él, pero llegué a la conclusión de que hay cosas que no deben volver. Seguramente se habrá encontrado con Reinaldo, a quien algunas veces, vi asomarse y desaparecer nuevamente en esa profunda nada oscura. 

Tal vez estén los dos juntos jugando en ese lugar lejano llamado \"vaya a saber dónde\"

 

 

Hay cosas que no tienen explicación o quizás, los seres humanos no estemos preparados para encontrarla. Es mejor dejarlo así.

La vida, el destino o Dios, como cada quien quiera llamarle, a veces da, a veces quita, pero lo más maravilloso de todo, es que siempre se puede volver a ser niño dentro del corazón y comenzar de nuevo.