Uno nunca sabe si la herida cerró del todo...
divagar es fácil, suponer también.
Uno no sabe que el dolor está agazapado,
hasta que alguien o tal vez uno mismo
en ese afán de comprobar que es cicatriz
escarba y escarba hasta entender
que la herida aún está ahí.
Y recién entonces cuando punza el dolor
lacerante como la vez primera,
entonces uno entiende que el tiempo es relativo
que a veces pasa y otras veces se queda,
haciendo guardia, firme, detenido,
en un rincón del alma y la sustancia
con su burlona sonrisa de tiempo mal habido.
Entonces cuando sangra y el sollozo
que provoca el dolor nos amedrenta,
entonces, sólo entonces comprendemos,
que nadie sabe si el olvido o el recuerdo
es en realidad la peor de las condenas.
Una muerte tan lenta y provocada
por un asesino cruel que nunca cesa
en su cometido de desgarrar el corazón,
sin que siquiera nos estemos dando cuenta
que no le hace falta para matar una razón.
Trastabillando y con los ojos abiertos
por la sorpresa de comprender que somos débiles,
cuando creíamos que poseíamos la fuerza
de convertir los errores en aciertos,
retrocedemos al ver que en este juego
sólo hay aprendices para siempre
y que nadie es experto ni profeta.
Entonces uno se pregunta...¿hasta cuando
será que la sangre de mi herida
se desparrame dejando sus manchas
en mi pobre alma estremecida?
Y la respuesta llega hasta la mente...
sin dudas, brota simplemente...
junto con la lágrima que estaba suspendida,
cuando la sangre no circule por las venas,
cuando el alma por fin se encuentre libre,
entonces, de la mano con la vida
¡el dolor se marchará tras de la muerte!