En este muelle te conocí y aún espero, paciente, tu regreso. En una tarde fugaz, mientras las gaviotas se sumergían apresuradas en el mar, me encontré con tus ojos serenos y tristes, y con tu sonrisa apenas esbozada, tu piel morena y tu corazón sencillo.
Muchas tardes después regresé con el alma ilusionada, con el deseo incoherente de encontrar en ti al ser místico que tanto anhelaba. A veces te encontraba y me perdía en ti; otras veces, mi espera fue en vano. Me refugiaba en los pescadores y en sus redes. El tiempo se volvía incontable así.
Un día, mientras el sol se ocultaba y el atardecer mostraba sus tonos naranjas y rojos, escuché tu voz, esa voz que me buscaba con una simple pregunta. Mi corazón galopó por valles inmensos a un ritmo astral.
Día a día gané tu confianza. Recorrimos la orilla; el mar besaba con su espuma la arena, y nos zambullíamos de ola en ola hacia la libertad. Poco a poco buscaste mi mano y, en una noche tropical con sabor a sal, entrelazamos nuestros dedos, y así nuestros destinos.
Tú soñabas con volverte marinero, con recorrer los mares del mundo, y yo solo quería soñar. Un día partiste en busca de una aventura, y han pasado tantos años que me pregunto si en tu camino encontraste sirenas o sueños rotos. Y yo regresé al viejo muelle y, de pronto, sin querer, recordé tus ojos serenos.