Era la hora de romper las cosas,
de la locura, de la vesania,
había pasado el tiempo del amor y rosas
y de la poesía...
Y no pensamos en el terrible daño
que hacíamos (sobre todo a nuestros hijos)
ni nos importaron los bienes ni los años
(veintitrés) que juntos vivimos...
Era la hora de la mala palabra,
de desatar la furia contenida,
de procurar que en el otro se abran
las más profundas, posibles heridas.
A tal grado nos ganó el desprecio,
el desencanto y el aburrimiento,
que estuvimos de acuerdo en destruirnos,
sin atender al elevado precio
que al final todos pagaríamos...
Era la hora cruel del egoísmo
y ante la sentencia de divorcio no lloramos
sino por el contrario, nos gozamos
cada uno en su cinismo...