Luces multicolores cintilan
empotradas sobre las ramas
de la conífera marchita verde
muertas de prematura muerte
impuesta por la emoción
solaz de infantil nostalgia.
Sus destellos, luminosos brillos
fugaces instantáneos configuran
rítmica danza que orna el leñoso
palo del árbol que soporta
las ramas donde las luces penden.
Luces que en evocadora
ensoñación transporta la razón
a añejos tiempos infantiles.
Instalado en una esquina de la sala
mas no por aludir al Yiggdrasil
de adoración pagana.
En cuya copa se encontraba
el Asgard y en cuya base
el Helheim aterrador se extiende.
Sino por ser tradicional
emblema de diciembre.
Importado desde tierra allende
el Atlántico se expande
entre la América y la Europa
de Occidente, y la Alemania
surge en su anhelo del Valhala.
No, esta conífera maltrecha
que sus últimas galas por lucir
se afana, antes de morir
y hacerse yesca. No hace otra
cosa que llevarme a evocar
la engalanada sala de la añorada
niñez en casa de mis padres.
No es más ya ese objeto satánico
que algún religioso en su prejuicio teme,
y a temer me enseñó en otros tiempos.
Es tan solo un pino seco adornado
de luces de colores, y de esferas
que mis recuerdos del ayer provoca.
Carlos Fernando