Y sentí lentamente la brisa que acariciaba mi cuerpo.
Podía percibir cada cambio, cada variación de la misma.
Jugaba libremente con mi pelo, besándome suavemente en la frente.
Descendiendo, casi en forma imperceptible, besó delicadamente mis labios.
Cerré mis ojos para poder sentirla en plenitud.
Percibí su melodía armónica que se difuminaba por doquier.
Su fragancia fresca, frutada, floreal, me elevó hasta casi tocar el cielo.
Despojándome de toda vestidura, quise ofrecer toda mi desnudez.
No quería que nada se interpusiera entre nosotros y fue en ese momento que sentí una llovizna cálida que, quedamente, empapaba mi cuerpo cansado. Dulce lluvia que reconstituía todo mi ser exhausto.
Extendí mis brazos en señal de entrega total.
Sentí el paso de cada gota que se deslizaba desde mi cabeza a los pies.
Abandoné cualquier resistencia.
Cansado me sentía, cansado me abatía en mi pequeño mundo.
No quise pensar, solo sentir.
No quise discurrir, solo experimentar.
No quise interrogar, solo vivir.
Desde mis ojos intensos, profundos y oscuros se desbordó un río crecido, en el cual quise zambullirme, perderme en su corriente profunda, en sus aguas saladas, cristalinas, confortantes.
Se confundieron mis lágrimas con el viento, con la lluvia, con la llovizna sutil.
La manifestación suprema de sensibilidad se reflejó en el erizarse mi piel ante todo lo que sentía, experimentaba, apreciaba y advertía.
Pude sentir mi corazón latir, mi torrente sanguíneo fluir, el vibrar de mi respiración, el movimiento de cada músculo, el sonido de mis pensamientos, la música de mis recuerdos, el canto seductor de mis sueños, el trepidar de mis anhelos, el lamento de mis heridas, el destilar de mi orar intenso…
Orgullo siento de mi ser, de mi sentir, de mi vivir. De una Voluntad Mayor que me dio la gran oportunidad de la vida, que me prefirió a la nada, al no ser.