En un bello y solitario paraje de un bosque encantado,
vivía en su mundo de alimentadas esperanzas,
un solitario poeta de lacia cabellera
que recordaba su amor de fantasía,
en el murmullo silencioso del bosque encantado.
Se extasiaba con la sinfonía de sus vecinos alados,
se deleitaba con sus cortejos de amor en pleno vuelo,
los veía volar, alegres de las ramas a sus nidos,
y esto le recordaba a su doncella encantada,
su diosa de sueños inmortales,
su amada,
la misma que un día soñó con volar
y el destino le concedió su deseo,
voló tanto que se alejó demasiado,
quizás perdió el camino,
o se le quebraron sus alas de plumas de blanca ave encantada.
No regresó donde su poeta
que todas las noches le componía vellos poemas
para recitárselos a su regreso,
en sus versos le pedía a la luna
que le iluminara el camino de regreso a su amada,
le declamaba a la esperanza para que sus alas rotas sanaran
y verla volar de regreso a su cabaña de amor,
para tenerla de nuevo a su lado.
Pasó el tiempo,
el poeta envejeció, pero no dejó de soñar,
una noche de diciembre cuando la estrella de oriente lo deslumbró por la ventana,
sintió la alegría de la navidad,
se durmió y en la profundidad de su sueño eterno,
la vio volando de regreso a su nido encantado.
La perseverancia de aquel hombre le dio alas a su alegre poesía,
la tomó de la mano
y volaron hacia donde no se separarían jamás,
hasta la luna sintió envidia de ellos,
el arco iris brilló en esa noche de estrellas sin nubes.
Volaron hacia la infinidad de sus sueños
y llegaron a su mundo de libertad eterna
donde los sueños no son sueños,
donde el sueño de la eternidad le devolvió la felicidad al poeta
que pudo seguir componiendo poemas
a la musa de su inspiración