Pongo estas piedras muy pequeñas en la mesa;
traté de arrojarlas pero se me atravezó el mundo
y el objetivo era simple: darle en seco a una ilusión.
Tenemos la suerte de guardar rencor
sin darnos cuenta que es un desgaste inútil,
que nadie merece sentimiento tan bárbaro y tan verdadero.
Observo las piedras como si en ellas pudiera hallar el mensaje
de un pasado lo bastante humano como para descartarlo.
Hoy en día, solitario y vencido, acudo a ese niño que fui
para tener la fuerza y el valor de no querer tanto.
Sin embargo, la tarea no cobra la fuerza que quiero,
pues tan cobarde como siempre, igual de valiente es
el niño que soñaba con no ser yo, pero que terminó siéndolo.
Lo lamento por él.
Hay momentos en los que reniego de mi persona,
acumulo tanto rencor que no logro concentrarme, y pierdo.
Fatal es pensar que soy el único con un humor así,
y entonces me tranquilizo; me fumo un cigarro, o leo lo
primero que tenga a la mano y me olvido un poco
de quién soy con los demás. Verdad es que con los demás
soy mucho mas gentil de lo que puedo ser conmigo.
Es que me quiero tan poco...
Y ahí tengo frente a mi esas piedras... Las estudio nuevamente,
esperando a que hablen o se muevan; esperando que se arrojen solas,
o a que el destino me las pegue a mi, una a una, en la frente.
Debo confesar que el miedo es fatuo, y la condena es otro vodevil,
un anzuelo más, otra maña que me tiene cansado.
Ya no vitoreo mis lunas con otra luna llena de sus mismos lunares,
y se me ocurre que estas piedras son fragmentos selenitas.
Acabo de arrojar una de las piedras. Estoy nervioso.
No tuve más opción que la de quitarle su estatismo a la piedra
y verla desaparecer en una perfecta línea de fuga de cara al objetivo.
Le he quebrado una ventana a la ilusión; y un jugo rosicler le mana
de la herida. Ya no sé quién rompió esa ventana de la ilusión.
Pero aquí está el niño que fui... a mi lado ve pasmado la ventana rota
y me toma de la mano, muy asustado, y ambos nos asustamos...
y nos echamos a correr.
Blas Roa