Sol se desprendió de la copa de un árbol, donde duerme de vez en cuando.
No es un árbol en particular, tan solo uno que escoge si la noche le sorprende.
A veces salta de una copa a otra, como un gato buscando un buen regazo, y ahí se acomoda a dormir y soñar con largos viajes.
Sol saltó de entre las hojas del árbol y, aún en el aire, alcanzó a sacudirse el verde aroma que tenía enredado en los cabellos.
Cayó ligeramente sobre el campo, como lo hace el rocío en el viento, cuidando de no despertar a todos de golpe.
Un ave abrió sus alas y cantó para saludarle, luego batió el viento y se alejó en el cielo, iba cantando a las nubes que una niña venía a despertar los corazones.
Sol empezó a caminar y escuchó un murmullo, lo siguió y encontró al río, que corriendo sonreía y se alejaba y se escondía sin dejar de mirarle.
Sol le siguió el juego y, haciendo lo mismo, se fue río arriba, donde encontró a las montañas. Paradas de puntitas, para verse más altas, cerraban sus ojos y se bañaban en nieve.
Sol llegó hasta la cima, mientras aún canturreaba el murmullo que aprendió del río. Y ahí, en lo más alto, cerró sus ojos un momento, aspiró fuerte y reconoció los cuatro aromas; abrió de nuevo los ojos y miró las otras casas, vio el ave a lo lejos y empezó a dar largas zancadas para alcanzarle.
A su paso los pastos y hierbas se estiraban al cielo; el mar, adormecido, se arrebujaba, roncaba y se recogía en su lecho.
Las flores, soles de los campos, imitando su redonda sonrisa abrían sus pétalos; los hombres saludaban alzando las manos abiertas. Y las mujeres, que son flores entre los hombres, bailaban recordando su vuelo.
Sol iba dejando caer obsequios, eran besos y abrazos de colores, cantos y silbidos, infinitas sonrisas y guiños encantadores.
Cruzó andando todas las naciones y se enteró de todos sus nombres.
Se metió en las casas y, escondida entre cortinas, probó los pasteles, jugó con las mascotas y acarició las mejillas de niños pequeñitos.
Un hombre viejo, que estaba sentado frente a su casa, vio a Sol pasar saltando por su calle, le tocó una cancioncilla de juego con su flauta y Sol la guardó en su bolso, junto a los aromas, murmullos, cantos, nombres, sonrisas y bailes.
Caminó largo tiempo y llegó lejos, hasta un bosquecito en donde escuchaba risitas. Entre los árboles vio pequeñas luces, que brillaban y se apagaban como diciendo adivinanzas. Sol supo que eran pequeños soles, que era la hora de reunión de las luces.
Arrojó lejos su manto escarlata y se vistió de noche, recorrió, como siempre, las copas de los árboles, encontró donde poder estirarse y ahí, recostada, alzó los ojos y empezó a platicar su viaje y escucho, también, las historias de otros soles.