El viejo coronel se cansó de andar
por los pasillos de los ministerios;
tampoco dio resultado escribir un libro,
la mayoría lo tomó por un cuento;
después de todo, se dijo, no era tan viejo… y tenía el dinero.
Así que se fue a vivir a Groenlandia y armó la expedición.
Había hecho primero un examen de su vida,
y llegó a la conclusión de que esa era la razón
por lo que Dios la permitía.
Un año entero estuvo para aprender el idioma de los esquimales,
estaba convencido que los tales tenían el secreto del camino,
o por lo menos podrían acompañarlo hasta la entrada,
solamente ellos sobreviven en las regiones polares.
Paulatinamente fue progresando en su viaje;
la razón era el espolón que lo empujaba,
y el coraje, que le sobraba.
A cambio de algunas quincallas y aceite de ballena,
los innuit (esquimales), les contaron sus creencias:
Que ellos eran el pueblo que venía del “Norte”,
una tierra próspera y caliente, donde no existía la noche,
y muchas clases de hombres y animales vivían
con leyes y costumbres diferentes.
No sabe cuántos días ni cuantos quilómetros viajó,
siempre hacia el norte, de iglú en iglú, su guía
siempre le decía que faltaba, pero que a poco llegaría
a lo de un amigo, ese poco, a veces eran diez días de camino.
No recuerda ya como fue que pudo acostumbrase
a comer grasa y carne cruda, de nada le sirvió tanto bagaje,
pues debía llevar a la boca cuanto se le ofrecía,
para no ofender y tener hospedaje.
Las mujeres que se metían entre las pieles
que eran los lechos, alegres visiblemente
y a la vista de sus maridos le incitaban a tener sexo,
el guía le explicó que era la costumbre…
pero él no se acostumbró, no soportaba el olor
que ellas tenían por todo el cuerpo:
grasa y orín… pero igual debió hacerlo.
El poco claro día polar parece eterno,
el sol hace un círculo y nunca se pone,
hay que llevar reloj y calendario, la brújula no sirve,
se depende del guía y de sus instrucciones.
Una brisa insistía en instalarse permanentemente,
y el innuit le dijo: -“Estamos cerca”,
entre dos o tres días después se dieron cuenta
que caminaban sobre un río congelado,
ya no más el mar, que, bajo el hielo había tierra.
Aquí es, dijo el guía, y detuvo a los perros,
le señaló un punto en el horizonte que parecía un cerro,
armó un improvisado iglú con unas pieles
y unos palos que llevaban, y le pidió que ya le pagara.
Hasta aquí llego, continuó a decir, me vuelvo,
no pierda el rumbo y del trineo más grande
quitó la pequeña canoa en la que él ya sabía navegar.
Dividió los perros y se dispusieron a comer y descansar.
Horas después el viento soplaba con más fuerza,
y, el esquimal le dio un consejo: -“No debemos demorar”,
así que brevemente se despidieron,
machándose ambos sin mirar atrás.
Ráfagas de viento golpeaban su cara,
entre el viento, nieve, pero no nevaba,
era que el mismo viento, algo templado, la levantaba.
Los perros estaban muy nerviosos
pues ya se habían quedado sin alimento,
por lo que tuvo que tomar la decisión:
sacrificar uno para satisfacer al resto.
Una vez que hubo alcanzado el cerro,
del otro lado, pudo ver el río, descongelado.
Sólo río y nieve, pero entendía
que, prontamente llegaría al territorio buscado.
En todos sus sueños, siempre veía con claridad,
lo que una vez, desde su avión, y por error,
él descubrió: la tierra oculta detrás del polo
en el interior mismo del planeta,
mito para algunos, para otros leyenda…
para él la más pura verdad, y: ahora ¡estaba en ella!
Un inesperado ruido de madera rompiéndose
lo volvió a la realidad, habían tropezado con una piedra;
pero no le importó, remendó el trineo como pudo
y llegó con la canoa de pieles hasta el río.
Una vez que pasaron todas estas peripecias,
ya en el kayak, remontando el río, disfrutaba del paisaje,
enormes árboles de hojas perennes bordeándolo,
de a ratos le parecía que algunos pequeños animales
se aparecían entre el cada vez más abundante follaje.
Todo era muy tranquilo, casi una campiña inglesa,
una transitoria somnolencia lo atrapó
y quedó como hipnotizado,
no sabe bien cuanto tiempo,
el hecho es que no se durmió,
sino que todo lo que vivía le parecía un sueño.
De pronto, aunque sin sorpresa,
divisó una construcción
que parecía una casa, y lo era.
Tenía una chimenea y paredes de madera,
se encontraba en una inclinación del terreno,
no lejos de la ladera de un cerro,
en esto lo ocupó una curva del río,
debió poner fuerza a los remos
para no alejarse de la orilla
y acercarse a un, ahora visible, muelle donde atracó.
Con dificultad subió unos escalones muy altos
y, al acercarse se dio cuenta
que la construcción era gigantesca,
¡como también sus habitantes!, pues, por la puerta,
que tendría unos seis metros de altura,
apareció la imponente figura
de un hombre blanco
vestido de camisa larga y pantalón
que, con estridente voz le habló.
Su idioma parecía alemán hablado por un griego,
algunas de sus palabras, castellano, pero con haches aspiradas;
todo muy incomprensible para él, pero no tuvo miedo.
Es que el tono del gigante era amigable,
repitiendo varias veces a manera de pregunta:
-“¿Innuit?, ¿innuit?, y el coronel
hacía en mayor esfuerzo que podía en comprenderlo.
Como fuera, el hambre hace que la gente se entienda,
y, un rato después, utilizando un banco como mesa,
comía en un plato que parecía una bandeja,
carne roja y granos muy parecidos a las lentejas.
También le dio pan el anfitrión, y una bebida
que reconoció enseguida, aunque no tenía espuma
y no estaba fría, era ¡cerveza!
Al terminar, el gigante le mostró una cama
en un cuarto contiguo, él, de buena gana
aceptó la sugerencia… y se durmió.
No sabe cuántas horas pasaron ni qué lo despertó,
rápidamente recorrió la casa, pero no encontró a nadie;
no se asustó y pensó que hora sería,
pero el sol se encontraba como cuando llegó: al mediodía.
Pensó: Y ahora, ¿Qué más importa lo que pasare?,
ya he llegado, son amigables, aprenderé su lengua,
viviré con ellos, soy un descubridor, como Colón.
¡Viviré con los hombres que habitan dentro de la tierra!
No estaba loco, como dijeron,
cumplí mi sueño ¡gracias a Dios!