Hay un lugar en Buñol
fruto de la madre naturaleza,
espléndido de luz y color,
insuperable de belleza.
Mil veces lo visitamos
admirándolo ávidamente
en sus mínimos detalles
a esa concavidad del monte
conocido como la Cueva de Turche.
Nuestro Turche es inconfundible
y la honda huella de la impresión
que su grandiosidad produce
estremece de emoción.
Marco de entrada soberbio,
artístico y digno de estudio
que ofrece a todo el mundo
del alma la más pura expansión.
Presenta ya desde el camino
que cerca de ella serpentea,
un escenario mágico, colosal
a donde se llega por el lecho
de un río con escaso caudal.
Río por el que de niña recorría
hasta su precioso lago
y su grandiosidad me parecía
el mar Mediterráneo.
Desnudos peñascos la rodean
y su bello conjunto semeja
al de un gran Coliseo romano
cuyos palcos y plateas fueran
barridos por los años.
Aproximámdose a la Cueva
nos sorprende la caída del agua,
decoración sencilla y poética
de una natural cascada.
Los rayos solares en ella
descomponiendo y quebrando
la luz, forma por refracción
un pequeño arco iris multicolor.
La Cueva Turche de Buñol
reune todos los encantos naturales
que la Divina mano quiso darle
confortando la voluntad y el ánimo
de cuantos se acercan a visitarle.
Así te veo yo, Cueva Turche querida,
trasladando el pensamiento a mi pluma
que jamás alcanzará tu hermosura
ni la realidad de lo que representa
tu majestuosidad y grandeza profunda.
Fina