Metida para adentro... en mi capullo,
absorbiendo el sol a través de las paredes.
Encerrada en mí, pero ausente de mí,
sin conocer si quisiera mis límites y excesos.
Analizando en silencio las carencias,
los vacíos, los nudos,
las nadas llenas de cosas inútiles y vanas.
Los todos llenos de vacío.
Masticando los recuerdos para comprender
cuales fueron los pasos que me trajeron a este presente.
Vislumbrando un futuro en el que la muerte
es el primer paso a una nueva vida.
Cada ser tiene un tiempo que se extiende...
más allá de la edad y de los años transcurridos.
Una medida exacta que encierra
la experiencia que no es de nadie más y tiene precio.
El precio que pagamos al perder lo anhelado,
al entregar los sueños, al abandonar la lucha antes,
mucho antes siquiera del intento.
El precio del error anunciado en la boca de los otros.
El precio de la soberbia y la violencia
con que queremos imponer lo que aún no somos.
Porque no somos todavía, no crecimos
y nos morimos de miedo de crecer.
De tirar la vieja piel que nos recubre
y nos deja desnudos y perdidos
ante los ojos de seres que no ven.
Que creen que ven lo que mostramos,
pero no indagan más allá de la presencia,
no bucean buscando la sustancia,
son espejos de la carne, no del alma.
Y me enrosco en un círculo invisible.
Conteniendo mis bordes, mis extremos
y el capullo me sostiene, me recubre,
me protege de los temporales,
me resguarda de todos los puñales.
Sé que el cambio es inevitable.
La vida en su constante devenir
va latiendo e impulsa mi sangre.
Sé que un día... tendré que salir.
El capullo abrirá y entonces...
la luz cubrirá otra vez mis alas.
Y buscando un sueño naceré de nuevo...
pero ahora no... ¡todavía no es el tiempo!