Había comenzado cuidándome del monstruo
cuidándola a ella, de movimientos bruscos
de posibles contactos con ese lado oscuro
de la casa.
Porque el monstruo estaba ahí, al asecho
como quien no quiere la cosa
afilando sus garras
tanteando posibles errores, pequeños descuidos que
nos costaran la moral
y la vida.
Habíamos diseñado una fórmula
«más que secreta, severa»,
para comunicarnos a través de los rincones
para no dar espacio a los colmillos
que merodeaban el piso de arriba
y las habitaciones.
Habíamos analizado posibles azares,
posibles confrontaciones
en bajos murmullos,
mientras él bajaba la guardia
y apetecía un pequeño descanso
en su mazmorra.
La cosa era «cómo sigue»
mientras despacio nos levantábamos muy lejos
de la casa, de ese infierno lleno de caos
y del Diablo suelto a
su deriva.
Por lo pronto estábamos sanos,
arropados de incertidumbre y en una parte,
pero por lo tarde, ya transcurrido el miedo
ya transcurrido el deseo de fuga hacia él, o hacia eso
recaíamos nuevamente en nuestras habitaciones,
como habiéndole salido de un estado nocturno,
o de un tormento lleno de tormento
y de sueño.
Pero lo cierto es que permanecíamos ahí;
él cuidándole a ella, de movimientos bruscos
de posibles contactos con ese lado oscuro
de la casa.
Porque el monstruo estaba ahí, y ahora había sido yo
al asecho y como quien no quiere la cosa
afilando mis garras
tanteando posibles errores, pequeños descuidos que
les costaran la verdad
y la vida.