Recuerdo que alguien escribió una vez,
con ese buen hacer y ese propósito
que otorga la experiencia
a lo largo y holgado de los años,
que hay que saber perder
y aprender a marcharse
antes de que te echen.
Se me hace demasiado cuesta arriba,
demasiado arriesgado y sofocante
malvivir de prestado en un lugar
donde el tiempo pudiera haberse detenido
(como un viejo y exánime reloj
sin grano alguno ya de su implacable arena,
sin sol ni mecanismo
al que dar cuerda y brío cada noche)
en un mayo suicida
y con más prisa acaso que cordura
allá por el noventa y cuatro.
Estancias que recrean la memoria
de otra edad, de otros rostros y otros hábitos;
llaves que guardan puertas bien cerradas
o equipajes aún por consignar;
fotografías que convergen en París,
en Roma, en su añoranza;
cajones con cifrados borradores
de un diario inacabado.
Como escribió el poeta
desde su buen hacer,
desde su inamovible convicción:
hay que saber perder con dignidad
y aprender a marcharse sin respuestas
antes de que te echen.