AL CAER LA TARDE
La lluvia tabletea pertinaz sobre el cristal de mi ventana y sobre el tejadillo de la terraza.
Acompañado por mi soledad miro avanzar las manecillas de un perezoso reloj que desea pararse a descansar.
El día se dirige hacia su óbito con una cadencia ligera que se difumína entre una brisa silenciosa e imperceptible.
El periódico, abandonado sobre el asiento de una vieja silla, me regaló esta mañana su canción de atrocidades de papel.
Sufro el egoísmo de una luz que no se prodiga, que muestra su prisa por dejarme a solas con la añoranza de una claridad que se disipa empujada por el aliento de un crepúsculo denso y pegajoso.
La claridad de una bombilla quiere rasgar el velo del anochecer, apenas lo consigue, y las pupilas se resisten a permanecer sin la protección de la seda que las visten de cansancio.
Por cada poro de la piel escapa un soplo de voz que en su vuelo al infinito me devuelve un eco desesperado.
Envuelto en la dualidad del momento, cuando los últimos reflejos se entrelazan con los flecos de la penumbra brava, sueño que, en la lejanía del tiempo, allá por cuando el sol inunde de vida cada resquicio, dejaré de escuchar lamentos y oiré, salídos de entre la gente, ilusionados cantos de esperanza.
Cierro la ventana, la humedad adormece mis sentidos, y mi pluma enmudece triste, al caer la tarde.
Viento de Levante