Soñé con cada amanecer.
Soñé viéndome levantar
encaminándome a la jornada,
hablando de todo y de nada.
Te vi a ti, a tí y a ti,
siendo tan reales como yo.
Ví mis manos,
vi a mi alrededor
y vi tantas cosas
separadas de mi.
Luego sentí frío y me abrigué
y me puse a hablar contigo,
y sin ti.
Estuve pensando,
sintiendo y obrando
con un propósito o sin él.
Reí...lloré,
¡Me enfurecí!
y luego me preocupé,
suspiré profundo y resoplé.
Alguien dijo mi nombre
y le respondí.
Yo llamé a alguien
y este vino a mi.
El mundo era ese mundo que cambiaba
pero que era siempre el mismo,
desde que el sol pareció brotar en la alborada
llegar a su zénit, para luego desaparecer
poco a poco detrás de los celajes.
El día se volvió a ir
y nuevamente vino la noche.
Me sentí cansado y me acosté,
viniste tú y me besaste
y yo te sonreí.
Sin darme cuenta con el tiempo
abandoné este sueño,
para poder soñar mis desinhibiciones
en mi propio sueño personal.
Y ya sin memoria,
sin conciencia,
privado de cualquier percepción,
quizá dije como Cristo:
¡En tus manos encomiendo mi Espíritu!
y morí...
para regresar a mi realidad inefable,
que la mente no puede concebir.
Pero volví a resucitar,
volví a mi estado de vigilia,
volvía a soñar despierto literalmente,
y pensé vagamente:
¡Oh Dios! ¡He vuelto a reencarnar!
Y me encaminé a la nueva jornada...